Turismo y cultura en guerra: España, 1936-1939

Dolores Brandis e Isabel del Río

De 2014 a 2018 se está conmemorando el centenario de la Primera Guerra Mundial con actos de significación política y simbólica, con estudios y manifestaciones culturales y con el diseño de rutas turísticas o “caminos de memoria” que recorren los territorios devastados de Flandes a los Vosgos. Este hecho conecta con el título de este artículo, que alude a las prácticas turísticas y culturales llevadas a cabo por los gobiernos republicano y franquista durante la Guerra Civil Española, y se inserta en una de las muchas modalidades actuales de turismo cultural.

El turismo de guerra, “turismo político” o “turismo negro”, está relacionado con la visita a los sitios que están en guerra, como la arruinada ciudad siria de Deirez Zor o los escenarios bélicos ya pacificados, entre los que destaca el Campo de Concentración de Auschwitz, declarado Patrimonio de la Humanidad en 1979 y visitado por millones de personas cada año. Los viajes a los frentes bélicos se inician con la Gran Guerra y se consolidan con la Segunda Guerra Mundial a donde van viajeros individuales, expediciones, artistas, literatos, periodistas y reporteros de guerra, cuyas obras artísticas, crónicas y textos dan testimonio de lo que significa un territorio en guerra. Lo mismo ocurre con la llegada de visitantes extranjeros a España durante los tres años que dura la Guerra Civil, para los cuales los dos gobiernos combatientes diseñaron políticas turísticas para atraerlos al país, posibilitar su estancia y diseñar los recorridos más apropiados durante su visita.

A la Guerra Civil Española se la considera un laboratorio donde se pone en práctica por primera vez dos políticas culturales y turísticas de corte ideológico y propagandístico, con el fin de crear una imagen del país, diferente a la del enemigo, y difundirla al exterior. Y lo hacen los dos bandos con bastante éxito, si bien con sensibilidades diferentes ante la cultura y el turismo puestas en práctica durante la contienda.

En la España republicana, el Patronato Nacional de Turismo, heredero de la Comisaría Regia (1911-1928), continuó desarrollando, a pesar de las dificultades, parecidas tareas a las que venía desempeñando desde 1933. Eran éstas las de dar a conocer los valores culturales, patrimoniales y paisajísticos del país, así como la de modernizar las estructuras empresariales del turismo, inspirándose en esquemas utilizados por administraciones turísticas de otros países europeos. También tuvo interés en que los visitantes conocieran los frentes de guerra y los destrozos provocados por el ejército sublevado, como lo muestra la tarea cultural y turística que llevó a cabo el escritor Arturo Barea desde el Departamento de Prensa y Propaganda al acompañar a visitantes de guerra extranjeros para reconocer el oeste de la ciudad de Madrid y el barrio de Tetuán, destrozados por las bombas del ejército enemigo. Por otra parte, la cultura republicana tuvo como objetivo principal resaltar la imagen de un país democrático, la de la España atacada por el fascismo, que hay que defender y recuperar. El principal vehículo para difundir cultura y educación fue las numerosas e ilustradas revistas de guerra que surgieron en la España republicana como las de Nova Iberia, Nueva Cultura, información, crítica y orientación intelectual, editada por la Alianza de Intelectuales para la Defensa de la Cultura, y Visions de guerra i reraguarda.

Parecido papel tuvieron las revistas de guerra editadas por el gobierno franquista a sabiendas del papel estratégico que tiene el control de prensa, medios de comunicación y cultura. De entre las muchas revistas de guerra franquistas, destaca Vértice. Revista Nacional de Falange Española Tradicionalista y de las J.O.N.S., promovida por el intelectual Dionisio Ridruejo y sus compañeros Antonio Tovar, Rafael García Serrano, Gonzalo Torrente Ballester, Luis Rosales, Pedro Laín Entralgo y Luis Felipe Vivanco.

Portadas de la revista republicana Nueva Cultura, nº 4-5, 1937 y de la revista falangista Vértice, nº 1, 1937, www.magazinesandwar.com
Portadas de la revista republicana Nueva Cultura, nº 4-5, 1937 y de la revista falangista Vértice, nº 1, 1937, www.magazinesandwar.com

Para controlar el turismo, el gobierno franquista crea a principios de 1938 el Servicio Nacional de Turismo, cuya propuesta más acabada es el diseño de las Rutas Turísticas de Guerra que tienen como fin visitar los lugares de la “España Azul”, considerados como símbolos de resistencia bélica. Se señalan cuatro rutas que se apoyan en destinos consolidados, utilizan la infraestructura previa y se comercializan a través de folletos y mapas, entre los que destaca el titulado Rutas Turísticas de Guerra,que es un documento de promoción turística en guerra excepcional y ejemplo de cómo la propaganda turística es utilizada para reforzar la imagen de la España franquista, pacificada y renovada. La cara A del mapa se titula “Paisajes y huellas de la guerra en España” y la cara B contiene la frase: “España os invita a visitar la Ruta de la Guerra del Norte, el cinturón de hierro y las huellas, aún ardientes, de una epopeya inverosímil”

Mapa Rutas Turísticas de Guerra, (cara B), Servicio Nacional de Turismo
Mapa Rutas Turísticas de Guerra, (cara B), Servicio Nacional de Turismo

Biblioteca Nacional, Fondos Recoletos, sala Goya, MV/5 ESPAÑA, Rutas Turísticas, 1938.

Así pues, los gobiernos en disputa durante la Guerra Civil española consiguen crear un turismo y una cultura de guerra de gran significado y eficacia para los intereses de los dos bandos combatientes. Llama la atención la rapidez con la que pasa a considerarse al turismo como arma propagandística e instrumento eficaz al servicio de cada uno de los gobiernos, y lo mismo ocurre en los ámbitos de la cultura y las artes. Pero al final de la contienda desaparece el Patronato Nacional de Turismo, heredero del turismo moderno español iniciado a principios del siglo XX, y es sustituido por la política del Servicio Nacional de Turismo, que pone en funcionamiento un turismo de corte nacional-catolicista que se refuerza al fin de la guerra y se amplía a todo el país.

Para mayor información

BRANDIS, D. y RÍO, I. del. Turismo y paisaje durante la Guerra Civil Española, 1936-1939, Scripta Nova, V. XX, nº 530, 15 de febrero de 2016, 27 páginas.

Dolores Brandis e Isabel del Río son profesoras de Geografía Humana de la Universidad Complutense de Madrid y miembros del Grupo de Investigación: Turismo, patrimonio y desarrollo (www.ucm.es/geoturis)

El monte Testaccio: de vertedero a archivo

José Remesal Rodríguez*

En un momento en el que continuamente hablamos de reciclar cabe preguntarse por cómo resolvían estos problemas sociedades anteriores a la nuestra.

El reciclado fue una necesidad de las sociedades antiguas en las que la escasez de materias primas obligaba a aprovechar cualquier elemento al que se le pudiese dar una nueva utilidad en el caso de que no se pudiese repararlo. Aún recuerdo a aquellos “latoneros” ambulantes que reparaban cualquier útil fuese metálico o de cerámica y a aquellos “chatarreros” que recogían cualquier resto metálico que pudiese generarse en cualquier casa. Con los restos de la alimentación humana se alimentaban los animales domésticos y los excrementos de éstos se usaban como abono de los campos.

Sin duda, la materia prima más barata y moldeable era la arcilla, según la Biblia, hasta Dios hizo al hombre de barro.

Con arcilla se construyeron, hasta nuestros días, los contenedores de multitud de alimentos, desde grandes tinajas a pequeños potes. Dos tipos de vasos usaron los romanos para conservar y transportar alimentos: el dolium (tinaja) destinado a contener los productos en el lugar de producción o en el de almacenaje y el anfora destinada a transportar a distancia dichos productos.

En ánforas se transportaron, sobre todo, productos líquidos, vino y aceite de oliva y semilíquidos, salmueras y conservas de pescado, fruta o carne. A lo largo del imperio romano, que ocupaba el espacio de la actual Comunidad Europea, más el próximo oriente asiático y el norte de África, se produjeron millones de ánforas que viajaron de un extremo a otro de dicho territorio, conteniendo los más variados productos. El estudio de estas ánforas constituye, hoy día, la base fundamental para estudiar el comercio en época romana.

¿Qué se hizo de estos millones de ánforas? Siempre fueron reutilizadas. La reutilización más frecuente fue romperlas, para, mezcladas con cal y arena, hacer el famoso cemento hidráulico romano, algo equivalente a nuestro cemento mezclado con gravas. Fragmentos de ánforas fueron utilizadas para construir muros, para allanar caminos, a veces fueron cuidadosamente recortados para hacer tapaderas de otros vasos, se usaron también para escribir sobre ellos, en fin, para cualquier uso imaginable en el que un fragmento de cerámica pudiese ser utilizado, incluido el uso como proyectil.

Otras muchas fueron reutilizadas para contener otros productos en las casas dónde se consumieron los productos originalmente contenidos, a veces eran cuidadosamente recortadas para adaptarlas a estos nuevos usos. Muchísimas fueron utilizadas para sanear los terrenos excesivamente húmedos, depositadas en zanjas de drenaje. Otras veces se usaron bajo los suelos de las casas para crear una capa de aislamiento. Muchas fueron utilizadas en las bóvedas de grandes edificios, así el espacio vació que creaban ayudaba a aligerar el peso de dichas bóvedas y creaban también una cámara de aire que aislaba del calor exterior.

Sin embargo, en la ciudad de Roma, se ha conservado un curioso vertedero de ánforas. Se trata del llamado Monte Testaccio. La palabra latina testa, de la que deriva el nombre, significa fragmento de cerámica. Un monte formado exclusivamente por restos cerámicos, sin tierra. Una colina artificial que, hoy día, conserva un perímetro de casi un kilómetro y una altura de 45 metros, en el que los estudios modernos calculan que aún se conservan los restos de más de 25 millones de ánforas. Tenemos multitud de documentos que testifican que, a lo largo de los siglos, se han extraído de aquí fragmentos para los más variado usos constructivos, tantos que, en 1742, el ayuntamiento de Roma prohibió, bajo pena de 50 escudos de oro, el extraer fragmentos del monte. Tenemos que considerar que en la antigüedad tuvo un mayor tamaño y que podemos definirlo como “la octava colina de Roma”.

Muchas teorías se desarrollaron para explicar la existencia de este monte. La más interesante de ellas, la que consideraba que el monte se había formado con los restos de las ánforas, en las que llegaron a Roma los tributos en natura pagados por las provincias del Imperio Romano. Algo de razón tenía esta propuesta: el monte está formado por los restos de las ánforas que llegaron a Roma, durante 250 años, conteniendo aceite de oliva. De éstas más del 80 por ciento proceden de la Bética, la actual Andalucía. El resto, mayoritariamente, del norte de África, de Túnez y Libia. En muy escasa proporción de las provincias orientales, en particular de Creta.

El estado Romano controlaba el acarreo del trigo y el aceite de oliva, dos productos básicos de la dieta mediterránea, asegurando que en Roma no hubiese carestía y que sus precios se mantuviesen bajos. Así pues, el estado se vio obligado a deshacerse de los cientos de miles de ánforas que, conteniendo aceite, llegaron anualmente a Roma. Esta es la explicación del origen del Testaccio, situado cerca de los grandes almacenes de la zona portuaria de la antigua Roma.

Los romanos imprimían sobre las ánforas, antes de que barro fuese cocido, unas marcas, que llamamos “sellos”. Marcas tan duraderas como la arcilla misma, al igual que las marcas que existen sobre nuestras botellas de vidrio. Marcas referidas al ámbito de la producción de vaso. Nosotros añadimos unas etiquetas de papel, para explicar otras noticias referidas al producto, los romanos escribían directamente sobre la cerámica. ¿Qué anotaban? El peso del vaso vacío, la tara (alrededor de 30 kilos pesaban las ánforas béticas). El nombre de la persona o personas que comerciaban con ellas. El peso del producto contenido (alrededor de 70 kilos de aceite). Estas tres inscripciones se anotaban una bajo la otra, en la parte superior del ánfora, mediante un pincel plano. A la derecha de estas tres inscripciones, junto al asa, se escribía mediante un cálamo de punta dura, un control aduanero y fiscal en el que se hacía constar: el distrito fiscal desde el que se expedía en ánfora, en nuestro caso los distritos de Corduba (Córdoba) Hispalis (Sevilla) y Astigis (Écija), se confirmaba el peso del contenido; se indicaba el nombre de los personajes que intervenían en dicho control y la fecha, el año, de expedición del ánfora; a veces también el lugar exacto del embarque en el valle del Guadalquivir.

El problema fundamental de la investigación sobre el mundo antiguo es la falta de datos. El Testaccio, gracias a las excavaciones que realizó H. Dressel a finales del siglo XIX y a las que, desde 1989, realiza un equipo español de la Universidad de Barcelona, bajo el patrocinio de la Real Academia de la Historia, financiadas por los Ministerios de Investigación y Cultura, ha aportado miles de datos, que permiten crear series de datos. Según la documentación actual, entre 145 y 257 d.C.

Disponemos pues de los nombres de gran cantidad de personajes y familias que se dedicaron al comercio del aceite bético, asimismo conocemos multitud de personajes que intervinieron en el control del aceite, los controles fiscales fueron variando a lo largo del tiempo, por lo que conocemos la evolución de la administración romana. Conocemos, además, gracias a las investigaciones realizadas en Andalucía, el lugar preciso de producción de muchos de los “sellos”. Así, cuando vinculamos la información de los “sellos” a las “etiquetas” que se escribieron sobre el ánfora, podemos reconstruir, de un modo bastante preciso, la historia del comercio del aceite bético durante el Imperio Romano. El Testaccio, un vertedero para los romanos, se ha convertido, para nosotros, en el mejor archivo para conocer la evolución económica del Imperio Romano.

José Remesal Rodríguez, Catedrático de Historia Antigua, Universidad de Barcelona. Miembro de la Real Academia de la Historia. Codirector del proyecto Testaccio.

¿Qué Transición contar? ¿Qué Transición enseñar?

Este año 2015 se cumplen 40 años de la muerte, en el hospital La Paz de Madrid, de Francisco Franco. Su fallecimiento abrió paso a un proceso de reformas políticas -conocido como Transición- que dio como resultado el sistema político que rige hoy la vida política de España. Este proceso político se describe aún como modélico, ejemplo para otras realidades, dirigido por una élite moderna, y pacífico, con una ausencia notable de violencia política. Un modelo que se ha transmitido generacionalmente y que actualmente sigue siendo enseñado y reivindicado.

El estudio de las instituciones locales y su evolución para trabajar la transición a la democracia española y el marco constitucional de 1978 es más urgente que nunca.

Hoy, 40 años después, la revisión historiográfica realizada sobre el proceso, y en la que actualmente se encuentra enfrascada gran parte de la Academia, ha venido a plantear nuevas variables explicativas que vienen a romper con este modelo impecable. Sabemos ya que el proceso de cambio político estuvo basado en una fuerte incertidumbre, donde el papel del Rey, Juan Carlos I, o del presidente del gobierno desde 1976, Adolfo Suárez, no fue tanto el de estadista sino el de regulador de un proceso con fuertes renuncias. El protagonismo de personajes secundarios o menores, no todos partidarios del proceso, está cada vez más descrito. Además, la explicación de la propia Transición a partir de su resultado: la Constitución de 1978, está cambiando para comenzar a plantear otras salidas no realizadas, ya sea por miedo o por el peso del Estado que siempre tuvo “la sartén por el mango” en la negociación.

La presencia del relato monolítico ha hecho, en cambio, que sepamos poco de otros actores fundamentales: la Iglesia, el poder judicial o policial, el ejército o las instituciones locales. Asumir como cierto que la Transición se hizo pensada, dirigida y organizada ha llevado a olvidar que otros actores tuvieron protagonismo y jugaron sus cartas dentro del proceso.

Por lo que respecta a las instituciones locales, muy pocos españoles y españolas conocen o recuerdan que después de la muerte de Franco el Estado mantuvo en sus cargos a los principales administradores de las localidades nombrados por la administración franquista: concejales, alcaldes, gobernadores civiles o presidentes de Diputación. Ello llevó a la convivencia de las redes y lealtades anteriores en un régimen que se iba transformando, especialmente tras la aprobación de la Ley para la Reforma Política en diciembre de 1976. Como hemos constatado para el caso de Valencia, las tensiones fueron evidentes y se acrecentaron especialmente tras las elecciones de 1977, las primeras tras 40 años de dictadura.

Explicar, por tanto, el propio control que realizó el Estado del proceso es fundamental. Renovar primero las instituciones locales en procesos electorales abiertos podía suponer un peso notable de la izquierda y de las fuerzas rupturistas que podían dar al traste con el proceso organizado por el centrismo de la UCD. “Primero la reforma, luego los ayuntamientos”, pasó a ser una de las escasas hojas de ruta del gobierno central lo que llevó a no pocas desavenencias y presiones. Muchos alcaldes o presidentes de Diputación renunciaron a sus cargos, otros se enrocaron en sus perspectivas inmovilistas o aprovecharon su cargo para organizar políticamente una oposición regionalista a los gobiernos preautonómicos.

Los ayuntamientos, principal referencia política de la ciudadanía no se transformaron políticamente hasta 1979, con las elecciones de abril de ese mismo año y que dieron como resultado un triunfo de la izquierda en las principales ciudades del país. Una nueva élite emergió con fuerza y ocupó el protagonismo del proceso con nombres como los de Tierno Galván o Narcís Serra. Las nuevas políticas de los principales consistorios arrastraron una deuda considerable, herencia de las administraciones anteriores, pero adoptaron ejes novedosos como los cambios en la planificación urbanística, el impulso a los órganos de participación ciudadana o nuevas políticas sociales y culturales. Con la renovación en las instituciones más próximas a los ciudadanos se completaba el programa de reformas iniciado en 1976 y se ponía en práctica, desde lo próximo, el lenguaje democrático de la Transición.

También es cierto que las nuevas instituciones locales tuvieron que hacer frente a problemas heredados y nuevos, gestionar lo local no era fácil y mucho menos después de la larga etapa de opacidad anterior. Ello llevó a que muchas de las promesas lanzadas antes de 1979 nunca pudieran realizarse, y el inicio de un cierto desencanto ciudadano no tardase en llegar.

Con la recuperación del papel institucional anterior queremos subrayar la importancia por restaurar un relato completo de la Transición rico en matices por su multitud de ángulos ciegos no narrados. El proceso político que hoy seguimos contando, enseñando en nuestras escuelas y reivindicando desde la cultura y la política está muy alejado de la idea convulsa, conflictiva, no lineal y llena de matices que encierra el proceso democratizador español. En nuestra mano está reivindicar un estudio diferente del proceso. La democracia no se logró en una hora, su pervivencia y supervivencia en nuestra realidad política es responsabilidad de todos los ciudadanos y ciudadanas.

Para más información:

COLOMER, J.C. Gobernar la ciudad. Alcaldes y poder local en Valencia. (1958-1979), Universitat de València, 2014. Tesis doctoral disponible en: http://roderic.uv.es/handle/10550/36974

Juan Carlos Colomer Rubio es profesor del Departamento de Didáctica de las Ciencias Experimentales y Sociales de la Universitat de València

La red telefónica de la Mancomunidad de Cataluña (1916-1924)

Ángel Calvo

En nuestra ingenuidad inocente, no pocos de nosotros pensamos que una tecnología dada se extiende por su superioridad frente a las existentes, por su excelencia, en suma. Olvidamos así que está sometida a la lógica de las condiciones socioeconómicas, culturales y políticas en que nace y debe desenvolverse.

De vez en cuando los media airean las tremendas diferencias existentes en el acceso a las redes de comunicación según el lugar de residencia de los usuarios. Así, señalan por ejemplo, que más de 2.700 pueblos no pueden navegar por Internet a 10 megas o que la llegada de la fibra óptica y 4G a las grandes ciudades colisiona frontalmente con el reducido número de hogares con accesos mínimamente aceptables.

La desigualdad en el acceso a las redes de comunicación arranca ya desde las fases iniciales del desarrollo de las mismas, rasgo extensible a diversas formas de respuestas a esta injusta situación, llámense cooperativas o programas públicos. Esta diversidad de respuestas pretendía poner al alcance de la población un servicio reservado para unos pocos por su carestía. Tan solo profesionales, comerciantes, hoteleros, industriales o simples individuos con abundantes recursos podían permitirse lo que se consideraba un lujo.

En este sentido, resulta curioso señalar que la primera cooperativa telefónica nació en Argentina con el propósito de contrarrestar el monopolio que ejercía la Unión Telefónica y fue organizada por el pionero DavidH. Atwell en Buenos Aires (1887), según señala Victor Maximilian Berthold, una de las autoridades en la historia mundial de la telefonía. A su vez, la configuración territorial descentralizada de Canadá alimentó la implicación de los gobiernos provinciales en la expansión del teléfono.

Existe un caso interesante de implicación de los gobiernos de estructura territorial descentralizada en la extensión del teléfono a las zonas más desabastecidas de servicio en España, poco rentables para la iniciativa privada. Fue posible cuando el sistema oligárquico de la Restauración borbónica, que abarca el reinado de Alfonso XII y primeros años del de Alfonso XIII (1876-1923), rompiendo su rigidez paralizante, se desprendió de sus prerrogativas en la regulación de los servicios públicos y cedió competencias a organismos públicos no estatales, como diputaciones, entidades mancomunadas y cabildos. Se adelantó la diputación vasca de Guipúzcoa, dentro de una región con honda tradición foral, y otras siguieron su ejemplo, no sin que por el camino quedaran algunos intentos loables. Vale la pena subrayar esta implicación de la iniciativa pública no estatal en la creación de las infraestructuras de comunicación de un país con una red telegráfica pública y un sistema telefónico predominantemente privado y deficiente.

Entre las actuaciones públicas que tuvieron un éxito relativo destaca la red telefónica pública de un territorio igualmente caracterizado por su fuerte sentimiento nacional. Fue creada por la Mancomunidad de Cataluña -entidad formada por las provincias de Barcelona, Gerona, Lérida y Tarragona- en el primer cuarto del siglo XX como una apuesta decidida por el servicio universal en ese territorio. Sin embargo, no figura en los manuales aunque no falta en ninguno de los estudios sobre la ‘obra realizada’.

Sin lugar a dudas, la creación de una red telefónica pública es el logro más comentado por quienes, desde ángulos bien diferentes a veces, se acercan al estudio de la obra de la Mancomunidad de Cataluña. Con todo, tales comentarios muy a menudo no superan el estadio de la simple alusión a los aspectos más visibles de la red, en especial los kilómetros de líneas, el número de centrales o la cantidad de pueblos puestos en comunicación. Aspectos capitales como la organización, las opciones tecnológicas más allá de la espectacularidad de la primera central automática o, todavía más, la aportación de los municipios al esfuerzo mancomunal quedan fuera de la atención de los especialistas.

El carácter singular del caso de la red telefónica de la Mancomunidad de Cataluña en perspectiva comparada, tanto a escala nacional como internacional, parece una realidad ajena a discusión. Recursos económicos escasos y corta duración de la experiencia, hecha trizas a causa de la supresión de la Mancomunidad por la dictadura del general Miguel Primo de Rivera (1923-1930), limitaron el alcance de un proyecto ambicioso e ilusionante, que pretendía prestar un servicio y, a la vez, convertirlo en elemento vertebrador del territorio. Rasgos fundamentales del caso estudiado son su naturaleza pública –valga la repetición-, la notable envergadura de la obra realizada, los numerosos proyectos sin ejecutar por causas y condicionamientos varios y la profunda huella en las instituciones que llevaron a cabo el programa y en los usuarios. Esa herencia se extiende también al propio sector del teléfono, puesto que la Compañía Telefónica Nacional de España (CTNE) hará suyos espíritu y letra del programa de la Mancomunidad, es decir, la ampliación, la unificación y la modernización del sistema telefónico español. Este detalle nunca, que se sepa, ha sido puesto de relieve hasta el momento y apunta a la posibilidad de influencias de primera hora de la dirección de la Sección de Teléfonos en el proceso de gestación de CTNE, convertida en el monopolio del servicio telefónico en España.

Por encima de todo, lo que desataca es el enorme papel desempeñado por los Ayuntamientos en la formación de la red y en los resultados. En otras palabras, esa gran ‘obra realizada’ tantas veces esgrimida no hubiese sido posible sin los recursos materiales, financieros y personales aportados por las corporaciones municipales, no siempre sobradas de ellos.

Para mayor información:

CALVO, Ángel. Teléfono para todos… o casi. La singular experiencia de la red de la Mancomunidad de Cataluña, 1914-1925. Scripta Nova. Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales. [En línea]. Barcelona: Universidad de Barcelona, 1 de julio de 2014, vol. XVIII, nº 481. <http://www.ub.es/geocrit/sn/sn-481.htm>. ISSN: 1138-9788.

Angel Calvo es Profesor Emérito de Historia ae Instituciones Económicas de la Universidad de Barcelona.

CONTRAINSURGÈNCIA I POLIORCÈTICA AL NORD-EST DE CATALUNYA DURANT LA TERCERA GUERRA CARLINA

Lluís Buscató i Somoza

La III Guerra Carlina (segona per a alguns historiadors) es desenvolupà a Espanya al llarg dels anys 1872 i 1876, entre els partidaris del pretenent Carles VII -defensor dels ideals més conservadors- i, successivament, els governs d’Amadeu I, de la Primera República i d’Alfons XII. Sovint aquesta s’ha vist com una lluita quasi colonial, excepcionalment rica quant a mobilitat, puix que les marxes i contramarxes d’un i altre contendent a través del territori foren l’acció més sovintejada, més que no pas els setges o les batalles a camp obert. Tanmateix, la construcció de fortificacions tingué un paper clau en el desenvolupament de la campanya, atès que les columnes governamentals, tant si actuaven en zones favorables a la insurrecció de manera ofensiva, com si ho feien en zones addictes a la defensiva, necessitaven de bases d’operacions segures per descansar i aprovisionar-se.

L’exèrcit espanyol tenia ben clares les pautes a seguir per afrontar aquest conflicte, perquè si en alguna mena de guerra estava foguejat era en una de civil. La seva estratègia tradicional era ofegar la insurrecció mitjançant l’ocupació i fortificació sistemàtica de punts forts, bàsicament poblacions situades en llocs estratègics, perquè servissin de base a columnes mòbils que havien de pentinar el territori a la recerca de les partides insurgents per tal de batre-les. De fet, aquesta actuació es desenvolupà de manera general a l’àrea de la província de Girona, que fou la més afectada del Principat de Catalunya, des dels inicis del conflicte. Les obres, tant si eren projectades pel cos d’enginyers militars de l’exèrcit o pels propis municipis –tot i que majoritàriament eren pagades pels segons-, solien ser molt senzilles, però en bona part ben fetes, amb pedres i maons lligats amb morter de calç, d’aquí que moltes s’hagin conservat fins a l’actualitat. Les opcions foren múltiples ja que tant s’adequaren antigues fortificacions ja existents, com fou el cas de Girona; com s’optava per barrar els nuclis urbans amb murs espitllerats, reforçant-los amb defenses menors com petites llunetes i tambors, tal com es féu a Anglès, Puigcerdà, Olot, Figueres, Banyoles etc; com es decidia fortificar únicament o principalment l’església parroquial, com succeí a Besalú o Tortellà. Alhora, també es construïren nombroses torres fuselleres, que actuaven com a reductes avançats, per controlar llocs estratègics, com les del Montsacopa a Olot i la torre del Serrat a la Jonquera, o petites fortificacions aïllades com el fort del Cós, a l’actual terme de Montagut-Oix, però molt a prop de Castellfollit de la Roca, veritable coll d’ampolla que controlava l’accés a la important vila d’Olot. Certament, aquestes estructures eren incapaces de resistir l’atac d’un exèrcit mínimament preparat, però eren plenament operatives davant les forces carlines, incapaces d’abandonar totalment el sistema de guerrilles i esdevenir un veritable exèrcit. Sens dubte, un dels principals handicaps que els obligaren a actuar així fou l’extrema dificultat que tingueren per a obtenir armament modern per proveir les seves tropes, que sovint anaven aparellades amb material de circumstàncies. En concret, l’artilleria carlina –majoritàriament procedent de les captures fetes a l’exèrcit regular- solia ser de campanya i d’escàs calibre, de manera que era poc adequada per assetjar una fortificació i, per més inri, en general fou mal emprada. Per citar un exemple de cada cas, podem esmentar el fracassat bombardeig de l’església de Tortellà l’agost del 1873 o l’atac a Figueres, el mes de maig del 1874, quan els artillers carlins bombardejaren les seves pròpies línies i provocaren el fracàs de l’operació.

En definitiva, allò que explica la llarga pervivència i èxits carlins no fou l’adopció d’una estratègia errònia per part de l’exèrcit, sinó la crisi política i social que trasbalsava el conjunt de l’Estat espanyol, i la creixent indisciplina que afectà les seves forces armades, tant entre la tropa com entre l’oficialitat, que no acceptava l’adveniment de la I República. Si a tot això s’hi afegeix la insurrecció Cubana (Guerra dels Deu Anys 1868-1878) i la revolta dels sectors més radicals del republicanisme (1873), amb la proclamació de nombrosos cantons al sud-est de la Península, la situació esdevenia caòtica. En conseqüència, hom no comptava amb prous homes per afrontar la defensa de les poblacions fortificades, mantenir les comunicacions –els carlins atacaren i cremaren sistemàticament les estacions ferroviàries i línies de telegrafia- i organitzar columnes que encalcessin les partides carlines. D’aquí que, al llarg de l’any 1873 i bona part del 1874 el carlisme estengués el seu domini i, a forces contrades, esdevingués el veritable poder legítim i reconegut; alhora que nombroses poblacions, com Roses (situada a la costa en una zona de forta implantació del republicanisme federal) es negaven a defensar-se únicament amb els seus mitjans i restaven obertes a qualssevol dels dos contendents. A partir de mitjans 1874 la disciplina fou restablerta, es derrotà manu militari la insurrecció cantonal –que era vista per les elits dirigents com a més perillosa que no pas la carlina- i, ja de pas, la legalitat republicana mitjançant un cop militar. Immediatament, l’exèrcit es concentrà en derrotar el carlisme. El primer cop el reberen les forces del Centre que hagueren de retirar-se cap a Catalunya on, majoritàriament, es desbandaren. Tot seguit, es procedí a asfixiar els carlins catalans, amb la represa i fortificació dels escassos nuclis urbans que havien ocupat, com Olot o la Seu d’Urgell; i a la persecució sistemàtica de les seves partides. El resultat fou que a mitjan 1875 la guerra a Catalunya es podia donar de fet per acabada i ara, amb les mans lliures, l’exèrcit podia afrontar l’atac al nucli dur carlí, situat al País Basc i Navarra, la derrota del qual només era qüestió de temps.

Per més informació:

BUSCATÓ SOMOZA, Lluís. Fortificar és vèncer: l’actuació de la Comandància d’Enginyers a la província de Girona durant la darrera carlinada (1872 – 1874), Biblio 3W. Revista Bibliográfica de Geografía y Ciencias Sociales. [En línea]. Barcelona: Universidad

de Barcelona, 15 de enero de 2016, Vol. XXI, nº 1.147. [ISSN:1138-9796]. <http://www.ub.es/geocrit/b3w-1147.pdf>.

És tècnic auxiliar del Servei de Monuments de la Diputació de Girona

Fotografia 1: fortí del santuari de la Mare de Déu del Cós, a Montagut-Oix, que aprofità les restes d’un castell medieval i una ermita moderna, unint-los amb un mur espitllerat.

Fotografia 2: torre fusellera del Montsacopa a Olot, bastida l’any 1875 després de que la ciutat fos recuperada per les forces governamentals.

Agio privado frente interés público: la Compañía de los Ferrocarriles Andaluces en el periodo entreguerras

Domingo Cuéllar*

La Compañía de los Ferrocarriles Andaluces ha sido una de las empresas más peculiares que han existido en el panorama ferroviario español. Sus orígenes y formación, su tamaño, su ámbito territorial o su gestión son algunos de los aspectos que le confirieron ese carácter singular. Bien es cierto que la empresa se diseñó y desarrolló bajo la pauta de la legislación española promulgada por el emergente Estado liberal y fue, como remarcó el profesor Pedro Tedde, un ejemplo de empresa de la Restauración española.

Efectivamente, en muchos aspectos la empresa Andaluces puede ser considerada como un reflejo de su tiempo, un sujeto histórico que representaba el modo de hacer política y negocios, casi siempre necesariamente unidos ambos términos, en la España de la segunda mitad del siglo XIX y el primer tercio del siglo XX, pero creemos que también actuó bajo un patrón propio al que se vio, en cierto modo, obligado por esas particularidades a las que hacíamos mención al principio del texto.

Andaluces no fue una empresa lo suficientemente grande para poder competir en posición de igualdad con las otras dos dominadoras del sistema ferroviario español (Norte y MZA), pero tampoco era una empresa pequeña que pudiera aprovechar sus ventajas logísticas u oportunidades de negocio para la gestión de un espacio limitado y controlado. No. Andaluces se autoimpuso su expansión por toda la región andaluza y en su camino adquirió negocios ruinosos, mientras perdía el acceso al principal eje ferroviario de la zona, el valle del Guadalquivir, controlado por MZA. Además, el crecimiento al este (Murcia y Alicante) fue un fracaso y tampoco pudo tener nunca una conexión directa con la capital del Estado, Madrid, lo que le obligó a depender de los acuerdos con otras compañías (especialmente MZA).

Con todo, lo más sorprendente de la historia empresarial de esta compañía fueron sus últimos quince años de vida. Esta última etapa de la compañía malagueña arranca con el denominado “Problema Ferroviario”, que hacía referencia a la crítica situación en la que se encontraron las compañías ferroviarias españolas a partir de 1918 a causa del alza descontrolado de los precios de muchos insumos industriales, necesarios para la explotación ferroviaria, como carbones y combustibles, la subida de los salarios de los trabajadores, la implantación de la jornada máxima legal diaria de ocho horas y el deficiente estado de conservación de instalaciones y material rodante ferroviario, que imposibilitaba un aumento de los tráficos para atender la demanda. Aunque se autorizó un aumento de tarifas (15%), el problema era mayor y solo el auxilio del Estado proporcionaría los capitales necesarios para mantener un negocio que había pasado de ser privado a la consideración de interés general.

En este escenario, lo lógico hubiera sido la absorción por otra empresa mayor, aunque los problemas que también tenían Norte o MZA seguramente impidieron esta solución. El rescate o nacionalización también hubiera sido una decisión acertada, aunque todavía no se había dado ningún caso hasta ese momento en España. En todo caso, la decisión de la continuidad del negocio por la vía de la gestión privada debería haberse basado en la prudencia y la redimensión de la empresa a una lógica de explotación que la hiciera viable.

Por el contrario, la gestión de Andaluces durante la década de 1920 hasta la intervención del Gobierno en mayo de 1936 fue una huida hacia adelante en el que junto a un fuerte apoyo financiero del Estado, tanto de gobiernos de la dictadura de Primo de Rivera como de gobiernos republicanos, se produjo una provechosa etapa de reparto de dividendos entre los accionistas con una regularidad que nunca había tenido hasta entonces. La componente especulativa en un negocio en profunda crisis solo se puede explicar por la aportación de capitales públicos que fueron utilizados para beneficios privados, y no para la mejora de los servicios ferroviarios de la compañía.

Las líneas de Andaluces fueron integradas en la red de la Compañía Nacional de los Ferrocarriles del Oeste de España, empresa de capital mixto que había sido creada en 1928 para reagrupar pequeñas y medianas compañías que tenían graves apuros económicos. Andaluces se integró aquí entre 1936 y 1941, pero la historia no acaba aquí.

Aún quedaba un último y sorprendente episodio para completar el esperpento: acabada la guerra civil con la victoria de Franco se procedió a un rescate general de las líneas ferroviarias de vía ancha en España. En este proceso, Andaluces volvió a recuperar su estatus de compañía privada, ya que se consideró su rescate de 1936 como nulo, y recibió una valoración de sus activos para así poder indemnizar a los propietarios por el nuevo rescate. Esta sería, pues, una última particularidad que añadir a la azarosa historia de Andaluces: su postrero doble rescate.

Para mayor información:

CUÉLLAR, Domingo. La Compañía de los Ferrocarriles Andaluces en las décadas de 1920 y 1930. Revista de Historia Industrial, 2015, 60, p. 113-167.

BLASCO, Enrique; Domingo CUÉLLAR y José Luis MONTOYA. La contabilidad de la Compañía de los Ferrocarriles Andaluces en un periodo crítico (1920-1930) y su análisis a través del estado de flujo efectivo. De Computis, 2014, nº 20, p. 96-120 (http://www.decomputis.org/dc/articulos_doctrinales/blasco_cuellar_montoya20.pdf).

* Domingo Cuéllar es Doctor en Historia. Ha sido editor de la revista de historia TST (Transportes, Servicios y Telecomunicaciones), profesor asociado de Historia Económica en la Universidad Autónoma de Madrid e Investigador del Programa de Historia Ferroviaria en la Fundación de los Ferrocarriles Españoles.

UNA “NUEVA BARCELONA” EN EL DANUBIO FUE EL REFUGIO DE LOS EXILIADOS DE OTRA GUERRA CIVIL

Agustí Alcoberro*

Las enfermedades endémicas se cebaron sobre los colonos. La población, formada por unas 800 personas, se redujo a la mitad en tan sólo unos meses. La mayoría reemigró a Viena o Buda en los años siguientes.

Hoy la Nueva Barcelona es Zrenjanin, la ciudad más importante del Banato serbio, con unos 80.000 habitantes.

Ahora que la región de los Balcanes se convierte en antesala de Europa para los refugiados de la guerra civil de Siria, será bueno recordar el papel que ejerció aquella zona hace ya tres cientos años. En concreto, hablamos de la fundación, y del fracaso, de una colonia formada por los exiliados de la Guerra de Sucesión de España (1702-1714). La ciudad se ubicó en el Banato de Temesvar y se llamó Nueva Barcelona. La región mantiene hoy un aspecto abiertamente plurinacional, de encrucijada de caminos, y el recuerdo de la ciudad de los exiliados continúa vivo.

El Banato de Temesvar es una región natural delimitada por los ríos Danubio, Tisza y Mures. Constituyó también una unidad política, con capital en la actual Timisoara, hasta el final de la I Guerra Mundial. Entonces, esta región de la gran llanura panona fue dividida entre Rumanía y Serbia. Tan sólo una pequeña franja septentrional, alrededor de Szeged, correspondió a Hungría.

Obviamente, los Estados contemporáneos han fomentado la división del territorio, a través de redes de comunicación que se ignoran entre sí, cuando no se dan abiertamente la espalda. Las fronteras, ubicadas en espacios extremadamente planos, pretenden romper una tozuda continuidad natural. Los trámites burocráticos se han complicado tras las recientes guerras balcánicas y con la incorporación de Rumanía y Hungría a la Unión Europea. Pero no son, en general, demasiado prolijos ni exhaustivos.

A una y otra parte de los límites territoriales de los Estados se impone una notable diversidad cultural y lingüística. Tanto en el área rumana como en la serbia, las señales de tráfico están escritas en cuatro lenguas: las oficiales de ambos estados, más el alemán y el húngaro. En Timisoara, los adolescentes o sus padres pueden escoger entre los institutos de secundaria rumanos, germánicos o magiares, y los espectadores pueden asistir a funciones teatrales en las tres lenguas. La región del Banato serbio, la Voivodina, tiene hasta seis idiomas oficiales.

Tras la caída del Muro de Berlín, muchos de los miembros de la minoría alemana del Banato emigraron a la RFA. En los últimos años una parte de los húngaros de Rumanía se han desplazado a Hungría. En la Universidad de Szeged ha aumentado también la presencia de estudiantes con pasaporte serbio de lengua y cultura magiares. Sin embargo, aunque en todas partes es constatable una tendencia a la uniformización, el Banato continúa siendo un espacio heterogéneo desde el punto de vista humano.

Las razones históricas de esta realidad social nos llevan al Tratado de Passarowitz de 1718, que puso fin a la III Guerra Turca. El Banato de Temesvar fue incorporado a la llamada Frontera Militar de la monarquía de los Habsburgo, un espacio gestionado directamente desde Viena por el Consejo de Guerra (Kriegsrat) y la Cámara Imperial (Hofkammer). Esta institución fomentó a partir de la década de 1720 la repoblación de un territorio con grandes posibilidades agrícolas, pero por entonces con graves problemas sanitarios a causa de la amplia presencia de zonas pantanosas donde el paludismo era una enfermedad endémica.

La colonización, tutelada desde el Estado, fue protagonizada por parejas de campesinos jóvenes, a quienes se les concedieron tierras y medios para iniciar sus tareas. El conde Claude Mercy-Argenteau, gobernador del Banato, se hizo cargo del proyecto, que incluía la construcción de nuevas ciudades o colonias homogéneas desde el punto de vista étnico. Los nuevos pobladores, germánicos y también magiares, se distribuyeron en un complicado tablero de ajedrez donde ya residían rumanos, serbios, rutenos y otros colectivos.

Y desde 1735 también fueron a parar allí algunos centenares de exiliados de la Guerra de Sucesión de España. Aquella había sido sin duda la primera guerra civil peninsular (además de un conflicto de carácter mundial, con repercusiones en las dos Américas y en Asia). El éxodo que la siguió afectó a unas 30.000 personas, que constituyeron el primer exilio político hispánico. Aproximadamente la mitad de ellos eran catalanes; el resto (valencianos, aragoneses, castellanos) se habían refugiado en Barcelona en los últimos compases de la contienda. Los exiliados se desplazaron a tierras del emperador Carlos VI, el Carlos III de sus seguidores hispánicos. Muchos de ellos se establecieron en Nápoles o Milán, estados incorporados a los dominios de los Habsburgo por la Paz de Rastadt (1714). Los más afortunados se instalaron en Viena, donde construyeron espacios de sociabilidad y de socorro, como el Hospital de Españoles con su iglesia de la Merced o el Monasterio de Montserrat de Viena.

Aquel mundo sucumbió tras la ocupación borbónica de Nápoles en 1734. Muchos exiliados que se habían establecido allí veinte años atrás tuvieron que trasladarse entonces a Viena, donde generaron una crisis humanitaria. En aquel contexto, la administración imperial miró hacia el Banato. La reemigración de exiliados hispánicos hacia aquellas tierras de frontera se inició ya en la primavera de 1735. Los exiliados llamaron Nueva Barcelona a la colonia que les fue adjudicada.

Sin embargo, la historia de la nueva ciudad fue breve y cruel. Los exiliados, algunos de edades avanzadas y todos sin experiencia como agricultores, no respondían precisamente el modelo de colono enviado a abrir nuevas tierras. Las enfermedades endémicas se cebaron sobre los colonos. La población, formada por unas 800 personas, se redujo a la mitad en tan sólo unos meses. La mayoría reemigró a Viena o Buda en los años siguientes. Hoy la Nueva Barcelona es Zrenjanin, la ciudad más importante del Banato serbio, con unos 80.000 habitantes. De aquella fundación difícil sólo quedan algunos recuerdos conservados en el Museo Nacional y en el archivo del obispado católico – además de la magnífica documentación que custodia el Hofkammerarchiv de Viena.

Para mayor información:

Alcoberro, Agustí: La “Nova Barcelona” del Danubi (1735-1738). La ciutat dels exiliats de la Guerra de Successió. Barcelona: Rafael Dalmau ed., 2011

Alcoberro, Agustí: El primer gran exilio político hispánico: el exilio austracista. In Albareda, Joaquim (ed.): El declive de la monarquía y del imperio español. Los tratados de Utrecht (1713-1714). Barcelona: Crítica, 2015, p. 173-224

*Agustí Alcoberro es profesor de Historia Moderna en la Universidad de Barcelona

¿Por qué no saben argumentar los estudiantes sobre los problemas históricos?

Aprender a argumentar es una capacidad presente entre las finalidades educativas enunciadas por la legislación (2007) que cobra relevancia en la formación de ciudadanos críticos. En el ámbito de las ciencias sociales, la competencia en argumentación tiene un papel central en tanto que permite el manejo de las fuentes documentales, la elaboración de interpretaciones propias y el desarrollo de actitudes críticas desde el reconocimiento de problemas. Sin embargo, es frecuente observar en nuestras aulas que los estudiantes muestran dificultades para elaborar argumentos razonados y juicios históricos. Así pues, aproximarse al currículum vigente y los libros de texto se hace indispensable para encontrar las posibles mejoras en el tratamiento didáctico de la argumentación.

El problema de la secuencia temporal cronológica.

Tanto el currículum como su concreción, el libro de texto, toman la ordenación cronológica como criterio didáctico organizativo. Se trata de un criterio que facilita la secuenciación de los contenidos al marcar períodos claramente delimitados por fechas singulares que corresponden a acontecimientos excepcionales. Sin embargo, al agruparse en cada período procesos de duraciones distintas que en realidad tienen principios y finales confusos, el alumno no tiene en cuenta los avances, retrocesos, rupturas y continuidades de los procesos históricos y terminan interpretando el pasado como un conjunto de etapas cerradas, inmutables y abstractas que se suceden una tras otra de manera ordenada hasta llegar al presente.

El peso de un planteamiento y una estructura didáctica cerrada

Partiendo de las interpretaciones que el alumnado de Bachiller ofrece sobre problemas históricos como el Franquismo y Transición, se concluye que los estudiantes muestran la tendencia a dar explicaciones basadas en recuerdos aislados de personajes y estereotipos históricos. A menudo, sus respuestas están centradas en aspectos poco relevantes de la propuesta de trabajo y contienen información obvia que ha sido extraída directamente del enunciado. Una explicación más simplista acerca de las dificultades que los alumnos muestran para argumentar reduciría las causas a la falta de motivación y apatía de los alumnos.

Sin embargo, en la mayor parte de los manuales escolares consultados en nuestro estudio, encontraríamos que el peso de las actividades en las que se demandan descripciones de “corta y pega” desde el texto académico sigue siendo superior a aquéllas en las que se proponen las tareas propias de la argumentación (buscar y seleccionar la información a través de diferentes materiales históricos, analizar e interpretar la misma, etc.). En el trasfondo, se esconde la permanencia de un tipo de aprendizaje reproductivo y memorístico de la Historia basado en hechos, datos y conceptos y no en la elaboración de interpretaciones razonadas.

La hegemonía de la concepción positivista de la historia

Tanto en los manuales escolares como en el marco legal permanece de forma encubierta una concepción positivista del conocimiento y de la educación que se afana por convertir el aula en un espacio de neutralidad sin tener en cuenta que dicha neutralidad desaparece desde el momento en que hay una selección de contenidos y temas a tratar.

Al considerar la emisión de un juicio histórico como algo secundario, subjetivo e independiente de la interpretación de los hechos históricos, no nos extraña encontrar por un lado, que los estudiantes no cuestionen sus estereotipos y prejuicios cuando argumentan sobre cuestiones conflictivas como la amnistía y la reconciliación de la sociedad española con su difícil pasado reciente. Por otro lado, que tomen el conocimiento histórico como una certeza dogmática. Por consiguiente, el esfuerzo por mantener una apariencia de imparcialidad estricta en la educación desaprovecha una buena oportunidad para desarrollar un pensamiento crítico entre el alumnado al evitar tematizar los juicios históricos con sus referencias de valor y trabajar la empatía histórica superficialmente.

La capacidad argumentativa y la enseñanza de la historia

Como docentes tenemos un compromiso ético con nuestra profesión y con la sociedad para que nuestros estudiantes alcancen un pensamiento crítico. Enseñar a argumentar en historia precisa en primer lugar, incitar a los estudiantes a leer críticamente un texto. En segundo lugar, estimularlos a participar activamente en el aula a través la exposición de ideas y preguntas. Y, finalmente, desafiarlos a elaborar sus propios argumentos apoyándolos con pruebas tomadas de las fuentes de información, superando la monocausalidad y evitando las interpretaciones definitivas o subjetivas.

En otras palabras, enseñar a argumentar en historia supone un desafío a la forma de pensar los procesos históricos para favorecer la conciencia histórica de nuestros futuros ciudadanos.

Para mayor información:

MACHÍ FERRER, Carmen. Argumentar el presente desde la explicación histórica del pasado. CLIO.HistoryandHistoryteaching,Zaragoza, nº40, p. 01-19, 2014. ISSN: 1139-6237. http://clio.rediris.es

MACHÍ FERRER, Carmen. Argumentar el presente desde la explicación histórica del pasado. Trabajo Fin de Máster en Investigación en Didácticas Específicas, especialidad Ciencias Sociales: Geografía e Historia. Presentado en la Facultat de Magisteri de la Universitat de València, año 2014. Dirigido por Dr. Rafael Valls Montes.

CarmenMachíFerreres investigadora del grupo GEA-CLIO.

Entre lo local y lo universal. Margarita Carbó y el ejercicio de la Historia

Eulalia Ribera Carbó y Anna Ribera Carbó

Margarita Carbó solía decir que la única manera de ser verdaderamente universal era a partir de una profunda y genuina identidad local. Su vida personal y profesional estuvo marcada por este principio. Cosmopolita por origen: hija de catalanes en camino al exilio, nacida en 1939 en un barco francés atracado en la rada de Casablanca, aprendió a caminar en el Alcázar de Diego Colón en Santo Domingo y fue mexicana porque llegó a México con sólo dos años, y el paisaje, la escuela, los amigos contribuyeron a arropar con la identidad del país a una mujer que con sus padres, con su marido y luego con sus hijas y nietas siguió hablando siempre en catalán. La elección de la Historia como campo profesional contribuyó a profundizar las raíces mexicanas de Margarita Carbó, cuyo interés por la historia prehispánica y el conocimiento de la lengua náhuatl, su deslumbramiento con el arte colonial mexicano y el culto guadalupano, y su admiración por el proceso de construcción del México independiente, marcado por grandes luchas sociales de corte liberal, no hicieron más que terminar de identificarla con el espacio geográfico, social e histórico en el que vivía.

Su tesis de licenciatura “El magonismo en la Revolución mexicana” fue una primera aproximación a la manifestación más notable del anarquismo mexicano, tema asociado a la ideología política en que había militado su familia paterna por tres generaciones. Su tesis de maestría “Fundamentos ideológicos del Artículo 27 Constitucional” la acercó de nuevo a la Revolución y a su proceso constitucional encabezado por el ala más radical del Congreso. Para su investigación doctoral, realizada como las dos anteriores en la Universidad Nacional Autónoma de México, Margarita Carbó retrocedió al siglo XIX estudiando la relación de los campesinos con el proyecto liberal de la Reforma. En ese trabajo, junto con el del libro Evolución histórica de la propiedad comunal. Marco jurídico (1996), se adentró en el análisis de la historia agraria, lo que le permitiría ampliar su comprensión acerca de la gran convulsión del campo que fue la Revolución de 1910. Más adelante, extendió sus investigaciones hasta los años 1940, con el libro “Ningún compromiso que lesione al país…” Lázaro Cárdenas y la defensa de la soberanía (2002).

Además de su desempeño como investigadora, Margarita Carbó ejerció la divulgación y la docencia desde muy joven con gran entrega y entusiasmo. A lo largo de casi tres décadas fue maestra de bachillerato y durante 40 años impartió en las aulas universitarias de la Facultad de Filosofía y Letras las cátedras de Didáctica de la Historia, Teorías Políticas Contemporáneas, Historiografía General y Revolución Mexicana, así como un seminario de cuestiones agrarias. Congruente con su convicción de que las historias particulares suelen estar marcadas por los ecos de los grandes procesos generales, su magisterio siempre fue un viaje de ida y vuelta de lo universal a lo local. Combinando un riguroso análisis científico con unas cualidades narrativas extraordinarias, era capaz de llevar a sus alumnos de las barricadas de la Comuna de París a las prensas libertarias de los editores del periódico mexicano Regeneración, de los pequeños pueblos zapatistas del estado de Morelos a las luchas agrarias de Nestor Makhno en Ucrania, o de las brillantes jornadas de la Revolución Francesa a las luchas guerrilleras de los chinacos de la Reforma liberal del siglo XIX.

Pero Margarita Carbó no solo vivió con pasión el ejercicio de su profesión, sino también el tiempo que le tocó vivir. Participó, desde muy joven y sin encasillarse en militancias partidistas, en las luchas sociales mexicanas: desde las del sindicato ferrocarrilero de los años cincuenta y las del movimiento estudiantil de 1968, hasta las de la gran sacudida democratizadora a partir de 1988. Y supo emocionarse y vivir con intensidad las mejores causas de todas las latitudes. Fue, a cabalidad, una mexicana universal. Frente al preocupante escenario de la actualidad de su país, Margarita Carbó conservaba su optimismo innato. En octubre de 2015, terminaba así una comunicación a propósito de la guerra con Estados Unidos en que México perdió más de la mitad de su territorio:

La pesadilla había terminado, pero a costa del más grande expolio de nuestra historia. Lo que sucedió a partir de entonces ya no es tema de esta ponencia, pero para levantar un poco los ánimos quiero terminar diciendo que tan solo seis años después, aquel país en ruinas, mutilado, abatido y desalentado, empezó a ser reconstruido por la generación más formidable de nuestro siglo XIX y tal vez de nuestra historia. No perdamos las esperanzas.

Para mayor información:

CARBÓ, Margarita y RIBERA, Anna. La Nación mexicana al rescate de sus recursos naturales: el artículo 27 constitucional. In CASALS, Vicente y BONASTRA, Quim (eds.). Espacios de control y regulación social. Barcelona: Ediciones del Serbal, 2014, p. 353-366.

CARBÓ, Margarita. Eusebi Carbó i Carbó. Vida y militancia. Un anarquista al servei de la Generalitat de Catalunya. Barcelona: Cossetània Edicions, 2014.

«Hoy me anuncian que la revolución de Portugal será mañana»: O exílio de Jaime Cortesão na Espanha republicana

Francisco Roque de Oliveira

Nos copiosos diários escritos durante os primeiros anos da II República Espanhola, Manuel Azaña deixa algumas anotações mais ou menos crípticas a respeito daquilo que denomina de «asunto portugués». Na generalidade desses apontamentos de 1931 a 1933, o interlocutor do ministro da Guerra e presidente do Conselho é «Corteçao» (sic). Azaña referia-se a Jaime Zuzarte Cortesão (1884-1960), que descreve como um homem alto, solene, de olhar duro e barba ruiva, falando devagar e com manifesta dificuldade o castelhano, o que aumentava a sua solenidade. Invariavelmente, o assunto em causa correspondeu a uma das mais delicadas conspirações urdidas entre o governo republicano espanhol e a liderança da oposição democrática portuguesa radicada em Espanha depois da proclamação da II República, em Abril de 1931, e aqui representada por Cortesão. Tratava-se do fornecimento de dinheiro para a compra de armas destinadas a sustentar uma revolução que levasse à queda da ditadura em Portugal.

O enredo desta história teve o seu primeiro acto num rocambolesco plano para subtrair material de guerra do aeródromo murciano de Los Alcázares, concretizado por via de Ramón Franco, ao tempo director-geral da Aeronáutica Militar, parte do qual acabou usado no fracassado pronunciamento militar de 26 de Agosto de 1931, em Lisboa, durante o qual os revolucionários bombardearam a capital portuguesa, tomando depois o caminho da fuga para os aeródromos de Sevilha e Huelva. Se esta acção veio oferecer preciosos argumentos à ditadura de Salazar e Carmona para qualificarem a República espanhola como uma ameaça objectiva à independência nacional, em nada beliscou o grande desígnio de repintes iberistas que Azaña parece ter acalentado por interpostos expatriados portugueses.

Enquanto o mexicano Martín Luis Guzmán, director do El Sol e ex-lugar tenente de Pancho Villa, assegurava a ligação directa entre Cortesão e Azaña, este intercedeu pelos portugueses junto do industrial basco Horacio Echevarrieta. Alegadamente a braços com a iminente insolvência dos seus negócios de construção de navios de guerra, Echevarrieta acabaria enredando o Consorcio de Industrias Militares, conhecida criação azañista. Viriam também à tona conivências mais ou menos claras de personalidades como Indalecio Prieto, ministro da Fazenda, Luis Rodríguez de Viguri, director do Banco de Crédito Industrial, ou o empresário Juan March. Por tortuosas linhas nunca explicadas por completo, toda esta trama viria a desembocar no famoso episódio do vapor Turquesa, apreendido no porto asturiano de San Esteban de Pravia com um nutrido carregamento de armas nas vésperas da fracassada insurreição das Astúrias, de Outubro de 1934. Como também se sabe, este constituiu o pretexto mais imediato para o processo parlamentar com que a Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA) de Gil Robles quis crucificar Azaña nos meses seguintes.

Jaime Cortesão emerge como o principal personagem português desta série de incidentes. Médico, poeta e dramaturgo, herói da Grande Guerra na frente da Flandres, em 1918, Cortesão fora director da Biblioteca Nacional de Lisboa entre 1919 e 1927 e um dos mais destacados ideólogos e publicistas da infausta I República Portuguesa (1910-1926). Em 1922, viu publicada A Expedição de Pedro Álvares Cabral e o Descobrimento do Brasil, a sua obra de estreia como historiador, actividade que o tempo e as circunstâncias viriam a confirmar como a sua inapelável vocação. Exilara-se em França na sequência da destacada participação que tivera na Junta Revolucionária do Porto, de 3 de Fevereiro de 1927, que constituiu a última tentativa séria de derrube da ditadura militar instaurada em Portugal em Maio de 1926. Em Paris, Cortesão integrou a denominada «Liga de Defesa da República», que reunia as principais lideranças republicanas depostas, tendo passado a Espanha em 1931, quando os novos ventos da República espanhola fizeram crer a muitos exilados políticos ser chegada a hora de alinhar os dois governos da Península em torno de um projecto democrático e progressista fraterno.

Cortesão passou então a actuar como putativo embaixador dos interesses do destituído poder republicano português junto do governo de Madrid, conforme se lê nos documentos que relatam as conclusões da Conferência realizada em Novembro de 1931, em Bayonne, em torno da figura tutelar do velho Bernardino Machado, que fora o último presidente da I República Portuguesa. Apesar dos sucessivos desaires e da extrema dificuldade por que passavam os revolucionários acoitados em Espanha, Cortesão impôs-se como uma das raras figuras capazes de congregar boa parte das sensibilidades do exílio português, pródigas em estéreis quezílias intestinas, mas sobretudo muito vulneráveis por força de um desterro que se eternizava.

Entre os telegramas cifrados da Embaixada de Portugal em Madrid, os relatórios dos agentes da polícia secreta portuguesa infiltrados entre os exilados, passando pelas citadas memórias da Azaña, sobram-nos os indícios das conspirações de Jaime Cortesão e do seu grupo, que faziam do Ateneo de Madrid, na Calle del Prado, ponto de reunião frequente. Quando alguns dirigentes e operacionais portugueses foram presos após a repressão da revolução das Astúrias, Cortesão retomou o refúgio francês, só regressando a Espanha depois da vitória eleitoral da Frente Popular, em Fevereiro de 1936. A partir de então, reforça-se o auxílio do governo espanhol à causa dos exilados portugueses, ao mesmo tempo que estes se empenham em denunciar publicamente a cumplicidade de Salazar e do Estado Novo português com os militares espanhóis insurrectos a 18 de Julho.

Já com a Guerra Civil em pano de fundo, Cortesão falará em nome da recém-constituída Frente Popular Portuguesa em duas das sessões do II Congresso Internacional de Escritores para a Defesa da Cultura, reunido em Valência, Madrid e Barcelona na primeira quinzena de Julho de 1937, e que encerrou em Paris a 18 desse mês. Citando diversos exemplos da solidariedade da resistência portuguesa para com a República espanhola, Cortesão remata a segunda das suas intervenções nesse Congresso, feita em Valência a 10 de Julho, com o comovente testemunho de André Malraux sobre a sabotagem de centenas de bombas alemãs chegadas pela via de Portugal e largadas pela aviação nacionalista em Talavera de la Reina (Toledo), sem que tivessem explodido. «Os portugueses sabem que a sua liberdade e a dos demais povos está ligada à sorte da guerra de Espanha» – diz Cortesão –, ao mesmo tempo que sublinha que a união tácita entre um Portugal e uma Espanha democráticos tem como condição de sucesso «que na Espanha saibam prever todas as reacções da sensibilidade política de um povo, que tem oito séculos de independência, interrompidos apenas por sessenta anos de cativeiro filipino». Era uma resposta objectiva à propaganda de Salazar, que acusava os exilados portugueses de traição à pátria. Mas também é difícil não ler aqui uma advertência do historiador em relação aos pensamentos que Azaña confiava ao seu diário quando escrevia que a solução do assunto dos portugueses «colmaría todas mis ambiciones, y ya podría decir que había hecho un gran servicio a España». Melhor do que ninguém, Cortesão conheceria bem o sentido pleno desta ambição e precavia-se dela.

O Plano L – nome de cifra para o chamado Plano Lusitânia – representaria a derradeira esperança dos exilados portugueses encabeçados por Cortesão e o seu círculo mais próximo numa intervenção armada, ancorada em Espanha, que levasse à queda da ditadura em Portugal. Com diversas ramificações em Inglaterra e França, este projecto foi sendo gizado desde 1937 e previa um desembarque em três pontos da costa portuguesa, realizado simultaneamente a uma vasta operação terrestre que cortasse as linhas nacionalistas até à fronteira de Portugal com a Extremadura espanhola. Apoiava-se nas várias centenas de portugueses que lutavam ao lado dos republicanos espanhóis, parte dos quais foram selecionados e reagrupados em dois aquartelamentos portugueses na Catalunha – em Els Hostalets de Balenyà e Sant Joan de les Abadesses – a partir do segundo semestre de 1938.

Em finais desse ano, a ofensiva das tropas nacionalistas sobre a Catalunha cortaria cerce qualquer possibilidade de realização do Plano L. Nos últimos dias de 1939, Cortesão e a sua família iniciam a fuga em direcção à fronteira francesa juntamente com a restante cúpula dos exilados portugueses, entretanto transferida para Barcelona. A crónica impressiva dessa travessia dos Pirenéus deixou-a Cortesão num dos raros textos autobiográficos que nos legou. Intitula-se No desfecho da Guerra de Espanha e foi escrito escassos dias depois de ter atravessado a fronteira para o lado francês pelo Coll d’Ares, acompanhando uma coluna de portugueses que abandonava apressadamente os seus aquartelamentos catalães. A sua homenagem a Barcelona ficaria fixada no poema A agonia da urbe, que os azares de uma vida tumultuosa deixariam inédito até pouco depois da sua morte – «À noite, a angústia aumenta na cidade. / O incêndio alastra. / O Céu é de fornalha. / A cada instante, num crescendo, / Galga a maré: trovão horrendo, / Ruge mais próxima a batalha…»

Os anos de Jaime Cortesão na Espanha republicana decorreram na permanente expectativa de uma reviravolta na situação interna portuguesa que nunca chegou a ver. «Hoy me anuncian que la revolución de Portugal será mañana», escrevera Azaña no já longínquo Verão de 1931, registando uma das várias informações recebidas da parte de Cortesão, que – como sempre – os factos acabariam por desmentir no dia seguinte. A debilidade dos meios do exílio político português e as suas consabidas dissensões internas, a institucionalização do Estado Novo salazarista e o encaminhamento final da Guerra Civil espanhola, encarregar-se-iam de minar todas as acções sucessivamente pensadas ou executadas pelos exilados portugueses e seus aliados republicanos em Madrid, Valência ou Barcelona. Ora, se assim sucedeu no que respeita à dimensão política da presença de Cortesão em Espanha entre 1931 e 1939, bem diferente foi o fecundo resultado do seu trabalho historiográfico no país vizinho.

«Se puede hacer más historia en Madrid que en Lisboa», terá dito Jaime Cortesão a Manuel Azaña, numa noite de 1931 em que ambos conspiraram longamente em casa de Martín Luis Guzmán sobre os destinos da Península Ibérica. De facto, neste particular, Cortesão conseguiu cumprir a expectativa que tinha sobre si próprio. Entre um curso sobre navegações atlânticas ministrado no Centro de Estudios de Historia de América da Universidade de Sevilha a convite de José María Ots Capdequí e investigações inéditas nos fundos da Biblioteca Nacional de Madrid e no Archivo de Indias, durante os seus anos espanhóis Cortesão logrou dar um impulso decisivo à obra que o consolidará como um dos primeiros historiadores portugueses do século XX. Nestes anos virá a lume a extensa colaboração emprestada à História de Portugal dirigida por Damião Peres, que constituiu a sua primeira grande síntese sobre a temática dos descobrimentos, assim como algumas das suas controversas teses sobre o descobrimento pré-colombino da América pelos portugueses. Anunciando uma das linhas mais originais do seu pensamento, divulga também o primeiro dos textos em que reflecte sobre os pressupostos ideológicos da expansão portuguesa e lhes rastreia uma inspiração joaquimita: «O franciscanismo e a mística dos descobrimentos», publicado pela Unión Ibero-Americana na Revista de las Españas, em 1932.

Em Agosto de 1933, residindo Cortesão na Calle de Ayala, em Madrid, assinou um importante contrato com a Editorial Salvat, de Barcelona, para a preparação de dois textos de fôlego sobre os primórdios da expansão marítima portuguesa e a colonização do Brasil que integrariam a Historia de América y de los pueblos americanos dirigida por Antonio Ballesteros Beretta. As convulsões da Guerra Civil de Espanha – seguidas da prisão de Cortesão em Portugal, em Junho de 1940, e, finalmente, do seu banimento para o Brasil por ordem de Salazar, em Outubro desse ano – ditaram o sucessivo protelamento desta empresa editorial, que acabou por ser publicada entre 1947 e 1956, quando Cortesão já trabalhava ao serviço do Ministério das Relações Exteriores brasileiro, onde se notabilizou como especialista de história da cartografia e da formação territorial do Brasil nos séculos XVII e XVIII e professor do Instituto Rio Branco. Tal como antes em Madrid, era agora no Rio de Janeiro que Cortesão encontrava meios para cumprir a melancólica profecia de que sempre poderia fazer mais ciência no exílio do que em Lisboa.

Os anos de Jaime Cortesão na Espanha republicana decorreram na permanente expectativa de uma reviravolta na situação interna portuguesa que nunca chegou a ver. «Hoy me anuncian que la revolución de Portugal será mañana», escrevera Azaña no já longínquo Verão de 1931, registando uma das várias informações recebidas da parte de Cortesão, que – como sempre – os factos acabariam por desmentir no dia seguinte.

Jaime Cortesão no Escorial, durante o seu exílio em Espanha (ca. 1936)
Jaime Cortesão no Escorial, durante o seu exílio em Espanha (ca. 1936)

(Fonte: Jaime Cortesão / Raul Proença. Catálogo da Exposição Comemorativa do Primeiro Centenário (1884-1984). Lisboa: Biblioteca Nacional, 1985)

Para mais informação:

OLIVEIRA, Francisco Roque de. Jaime Cortesão (1884-1960). En OLIVEIRA, F. R. (ed.). Leitores de mapas: dois séculos de história da cartografia em Portugal. Lisboa: Biblioteca Nacional de Portugal; Centro de Estudos Geográficos da Universidade de Lisboa; Centro de História de Além-Mar da Universidade Nova de Lisboa e da Universidade dos Açores, 2012, p. 125-135. ISBN: 9789725654811 [também em versão ebook]

Francisco Roque de Oliveira é investigador do Centro de Estudos Geográficos da Universidade de Lisboa, Professor no Instituto de Geografia e Ordenamento do Território da Universidade de Lisboa e Doutorado em Geografia Humana pela Universitat Autònoma de Barcelona (2003).

Ficha biblio­grá­fica:

OLIVEIRA, Francisco Roque de. Jaime Cortesão no Itamaraty: os Cursos de História da Cartografia e da Formação Territorial do Brasil de 1944-1950. Scripta Nova. Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales. [En línea]. Barcelona: Universidad de Barcelona, 1 de enero de 2014, vol. XVIII, nº 463. <http://www.ub.es/geocrit/sn/sn-463.htm>. ISSN: 1138-9788.

Investigador do Centro de Estudos Geográficos da Universidade de Lisboa, Professor no Instituto de Geografia e Ordenamento do Território da Universidade de Lisboa e Doutorado em Geografia Humana pela Universitat Autònoma de Barcelona (2003).