La aparición de los primeros topónimos del continente australiano tuvo lugar por primera vez en un mapa a principios del siglo XVII, siendo Manuel Godinho de Erédia (1563-1623) el autor. Pero, ¿quién fue Manuel Godinho de Erédia y por qué realizó este mapa?
La cartografía de Manuel Godinho de Erédia
El mapa al que hacemos referencia, y al que hasta ahora no se le ha prestado la debida atención, pertenece a la amplia colección cartográfica que realizó Erédia, quien nació en Malaca en 1563. Su padre procedía de Aragón y su madre era una princesa macasarera. Tras ser educado por los jesuitas en Goa, en 1594 se enroló en una misión para Felipe II de España y I de Portugal. Destacó por ser un buen topógrafo y cartógrafo, así como un excelente observador. La importancia de su trabajo se basa en que sus obras contienen información de la Península Malaya, así como de la protohistoria del descubrimiento australiano.
Como se había hecho desde el descubrimiento de América, la Corona Española, que a principios del siglo XVII gobernaba sobre toda la Península Ibérica, tenía un ferviente interés por conocer la actualización de lo que se iba descubriendo y saber el extensión de su imperio en una carrera expansiva y comercial que había alcanzado tintes internacionales. Uno de sus principales informadores fue Manuel Godinho de Erédia. Entre los mapas que levantó tras el inicio de sus aventuras como cartógrafo, destaca uno en el que aparece la representación de los descubrimientos realizados por Pedro Fernández de Quirós (Évora, 1565-Panamá, 1614) en el continente australiano, y que formó parte de las expediciones por el Pacífico que estaban realizando tanto españoles como portugueses desde mediados del siglo XVI.
Para llevar a cabo la plasmación de este viaje sobre una carta, Godinho tuvo que esperar a tener la relación escrita por el propio Quirós sobre sus periplos, Historia del descubrimiento de las regiones australes, y de los mapas realizados en ellos, caso del de 1595. De esta manera, al igual que otros mapas, hizo una representación a través de los relatos de sus propios protagonistas y sin participar directamente. A pesar de que este mapa no está firmado ni fechado, podemos cerciorar que la letra es la misma que el resto de cartas firmadas por el propio Godinho, y la fecha no es posterior a 1607, momento en que Quirós estaba de vuelta en Madrid para informar a Felipe III sobre sus hallazgos realizados desde 1603.
El descubrimiento de Australia
Atendiendo a la atribución del descubrimiento de Australia a Willem Janszoom (1570-1630), navegante neerlandés, por su llegada al cabo de York, en Queensland, el 26 de febrero de 1606, debemos plantear la singladura de Pedro Fernández de Queirós como la primera en avistar el continente australiano tras iniciar su periplo por dichas islas el 21 de diciembre de 1605.
La inclusión de toponimia en la carta de Godinho, entre la que destacan nombres como NOVA JERUSALEM, R. de la Cruz, Bahía des Felipe y S.tiago y terrado es pt sto entre otros, hace cuestionar la veracidad de los relatos que denostaron el descubrimiento español de la TERRA AUSTRALIS.
Por tanto, este mapa no es sólo importante por reflejar por primera vez el quinto continente, o Australia, sino porque la plasmación de los viajes de Quirós le enmarcan como el primer descubridor de la Terra Australis.
Bárbara Polo Martín es Becaria Predoctoral en el Departamento de Geografía de la Universitat de Barcelona.
Académico correspondiente de las Reales Academias de Bellas Artes de Nuestra Señora de las Angustias de Granada, de San Fernando de Madrid y de Alfonso X el Sabio de Murcia.
En el pasado el mar ha sido la principal vía de comunicación y transporte de la Humanidad, situación que se mantiene a pesar del enorme desarrollo en buena parte de la tierra, desde hace dos siglos, de las infraestructuras terrestres, viarias y ferroviarias, y durante el último siglo del desarrollo de la aviación.
Durante la mayor parte de la historia de la humanidad el mar ha sido la principal vía de comunicación entre aquellos territorios costeros que han contado con las ventajas proporcionadas por la facilidad de acceso a dicho medio; este hecho ha dado lugar a que los habitantes se asentaran junto a unas costas que siempre han disfrutado de las ventajas de la comunicación marítima. Sin embargo la accesibilidad, que ha facilitado la difusión de personas, ideas, cultivos y tecnologías, también ha permitido las agresiones de todo tipo, con su reguero de destrucción, saqueo, extorsión y muerte o esclavitud de los apresados.
A orillas del mar se han formado Estados e Imperios y se ha producido el enfrentamiento entre aquellos que disputaran la hegemonía sobre el territorio a los que lo controlaban o se habían establecido en el mismo. Sirvan de ejemplos los sucesivos enfrentamientos entre Roma y Cartago, que acabarían con la destrucción de este último o los seculares enfrentamientos hispano-británicos en el océano Atlántico.
Estos enfrentamientos obligaron a los mandatarios a contratar ingenieros militares y encargarles proyectos de fortificación de los puertos más codiciados y activos de las costas en disputa. Sirvan de muestra las fortificaciones de Cádiz o Cartagena de Levante, en Europa, Mazalquivir, en África, o Cartagena de Indias, La Habana, o San Juan de Puerto Rico, en América, entre otros muchos.
Normalmente se recuerda con merecida repugnancia la trata de población de color que trasladó a la fuerza a millones de personas desde África a América, pero resulta mucho menos conocida la esclavitud padecida por habitantes europeos trasladados a África, tras haber sido apresados en ataques, que también dejaban familiares y conocidos sometidos a la extorsión del rescate para recuperar la libertad de dichos cautivos, que solo a veces se lograba.
El enfrentamiento desarrollado entre los siglos XV y XVIII entre los asaltantes musulmanes afincados en la costa meridional mediterránea, bajo la tutela del Imperio Turco, y los habitantes de las costas septentrionales de dicho mar, especialmente italianos y españoles, se ha tildado de guerra de baja intensidad, como si las víctimas de dichas acciones no sufrieran la guerra en toda su intensidad.
Durante la antigüedad y la edad media se construyeron atalayas y fortificaciones diversas que facilitaran la defensa de la costa, con especial preocupación por sus puertos, ciudades y poblaciones principales. Sin embargo sería durante el reinado de Felipe II cuando la Corona encargó planes de defensa a ingenieros militares que erizaran de defensas las costas europeas del Mediterráneo, formando una sucesión de fortificaciones, comunicadas visualmente entre sí, con el fin de alertar a las poblaciones inmediatas y convocar a los vecinos agrupados en milicias armadas para el socorro de las costas agredidas.
La empresa acometida durante el reinado de Felipe II fue de extraordinaria complejidad, como se puede comprobar en el estudio pormenorizado de dicho proyecto en un sector en la costa de Murcia, encomendado a Juan Bautista Antonelli y a Vespasiano Gonzaga Colonna, ambos italianos pero súbditos de la Monarquía. El primero reconocido ingeniero militar. El segundo aristócrata que desempeñó varios virreinatos al servicio de Felipe II, con amplios conocimientos de ingeniería militar, que le permitieron proyectar la ciudad renacentista ideal de Sabbioneta, en el valle del Po, que fue incluida el año 2008 como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.
El proyecto de fortificación, que habría de ser sufragado por los vecinos de la zona a defender, incluía un elevado número de torres o atalayas, mayor en el proyecto de Antonelli que en el de Gonzaga; sin embargo, probablemente por motivos económicos solo parte de ellas fueron erigidas en las décadas siguientes, siguiendo normalmente un modelo de torre hexagonal que fue propuesto por Vespasiano Gonzaga y adoptado por Juan Bautista Antonelli.
Más allá de la eficacia del dispositivo defensivo establecido en las costas europeas, que indudablemente dificultaría las acciones enemigas y alertaría a los habitantes próximos a las costas para que pusieran a salvo sus propiedades y sus propias vidas; serían los tratados de Paz y Comercio firmados por la Monarquía española, durante el reinado de Carlos III, con los poderes africanos situados a orilla del Mediterráneo y el Imperio Turco, los que liquidaron esta guerra de baja intensidad que se mantuvo brutalmente activa durante tres siglos, sometiendo a la esclavitud buena parte de la población de la costa europea del Mediterráneo.
Para mayor información:
GIL ALBARRACÍN, Antonio. La defensa de la costa de Lorca en los siglos XVI y XVII. Alberca, 15. Lorca (Murcia), pp. 169-240.
Académico correspondiente de las Reales Academias de Bellas Artes de Nuestra Señora de las Angustias de Granada, de San Fernando de Madrid y de Alfonso X el Sabio de Murcia.
En el pasado el mar ha sido la principal vía de comunicación y transporte de la Humanidad, situación que se mantiene a pesar del enorme desarrollo en buena parte de la tierra, desde hace dos siglos, de las infraestructuras terrestres, viarias y ferroviarias, y durante el último siglo del desarrollo de la aviación.
Durante la mayor parte de la historia de la humanidad el mar ha sido la principal vía de comunicación entre aquellos territorios costeros que han contado con las ventajas proporcionadas por la facilidad de acceso a dicho medio; este hecho ha dado lugar a que los habitantes se asentaran junto a unas costas que siempre han disfrutado de las ventajas de la comunicación marítima. Sin embargo la accesibilidad, que ha facilitado la difusión de personas, ideas, cultivos y tecnologías, también ha permitido las agresiones de todo tipo, con su reguero de destrucción, saqueo, extorsión y muerte o esclavitud de los apresados.
A orillas del mar se han formado Estados e Imperios y se ha producido el enfrentamiento entre aquellos que disputaran la hegemonía sobre el territorio a los que lo controlaban o se habían establecido en el mismo. Sirvan de ejemplos los sucesivos enfrentamientos entre Roma y Cartago, que acabarían con la destrucción de este último o los seculares enfrentamientos hispano-británicos en el océano Atlántico.
Estos enfrentamientos obligaron a los mandatarios a contratar ingenieros militares y encargarles proyectos de fortificación de los puertos más codiciados y activos de las costas en disputa. Sirvan de muestra las fortificaciones de Cádiz o Cartagena de Levante, en Europa, Mazalquivir, en África, o Cartagena de Indias, La Habana, o San Juan de Puerto Rico, en América, entre otros muchos.
Normalmente se recuerda con merecida repugnancia la trata de población de color que trasladó a la fuerza a millones de personas desde África a América, pero resulta mucho menos conocida la esclavitud padecida por habitantes europeos trasladados a África, tras haber sido apresados en ataques, que también dejaban familiares y conocidos sometidos a la extorsión del rescate para recuperar la libertad de dichos cautivos, que solo a veces se lograba.
El enfrentamiento desarrollado entre los siglos XV y XVIII entre los asaltantes musulmanes afincados en la costa meridional mediterránea, bajo la tutela del Imperio Turco, y los habitantes de las costas septentrionales de dicho mar, especialmente italianos y españoles, se ha tildado de guerra de baja intensidad, como si las víctimas de dichas acciones no sufrieran la guerra en toda su intensidad.
Durante la antigüedad y la edad media se construyeron atalayas y fortificaciones diversas que facilitaran la defensa de la costa, con especial preocupación por sus puertos, ciudades y poblaciones principales. Sin embargo sería durante el reinado de Felipe II cuando la Corona encargó planes de defensa a ingenieros militares que erizaran de defensas las costas europeas del Mediterráneo, formando una sucesión de fortificaciones, comunicadas visualmente entre sí, con el fin de alertar a las poblaciones inmediatas y convocar a los vecinos agrupados en milicias armadas para el socorro de las costas agredidas.
La empresa acometida durante el reinado de Felipe II fue de extraordinaria complejidad, como se puede comprobar en el estudio pormenorizado de dicho proyecto en un sector en la costa de Murcia, encomendado a Juan Bautista Antonelli y a Vespasiano Gonzaga Colonna, ambos italianos pero súbditos de la Monarquía. El primero reconocido ingeniero militar. El segundo aristócrata que desempeñó varios virreinatos al servicio de Felipe II, con amplios conocimientos de ingeniería militar, que le permitieron proyectar la ciudad renacentista ideal de Sabbioneta, en el valle del Po, que fue incluida el año 2008 como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.
El proyecto de fortificación, que habría de ser sufragado por los vecinos de la zona a defender, incluía un elevado número de torres o atalayas, mayor en el proyecto de Antonelli que en el de Gonzaga; sin embargo, probablemente por motivos económicos solo parte de ellas fueron erigidas en las décadas siguientes, siguiendo normalmente un modelo de torre hexagonal que fue propuesto por Vespasiano Gonzaga y adoptado por Juan Bautista Antonelli.
Más allá de la eficacia del dispositivo defensivo establecido en las costas europeas, que indudablemente dificultaría las acciones enemigas y alertaría a los habitantes próximos a las costas para que pusieran a salvo sus propiedades y sus propias vidas; serían los tratados de Paz y Comercio firmados por la Monarquía española, durante el reinado de Carlos III, con los poderes africanos situados a orilla del Mediterráneo y el Imperio Turco, los que liquidaron esta guerra de baja intensidad que se mantuvo brutalmente activa durante tres siglos, sometiendo a la esclavitud buena parte de la población de la costa europea del Mediterráneo.
Para mayor información:
GIL ALBARRACÍN, Antonio. La defensa de la costa de Lorca en los siglos XVI y XVII. Alberca, 15. Lorca (Murcia), pp. 169-240.
Las utopías han sido siempre un viaje sugerente tanto para los que se embarcaban en ellas como para los que saben de la suerte del viajero en la distancia y pueden compartir, de algún modo, su sueño. Hace algo más de cuatro siglos un fraile agustino se embarcó en uno de esos viajes que no llegaron, geográficamente, a ninguna parte y que, sin embargo, cambiaron las expectativas, anhelos y opiniones de muchos de sus contemporáneos. El fraile en cuestión, Juan González de Mendoza, recibió en 1581 un encargo del rey Felipe II: encabezar, junto a otros dos hermanos de la Orden de San Agustín, una embajada en su nombre a China para encontrarse con el emperador, Wanli, y hacerle llegar los deseos de amistad, comercio y evangelización del monarca español. El encuentro entre los emisarios del rey y el tianzi, el Hijo del Cielo, jamás tuvo lugar, pero como resultado de un largo y complejo proceso de gestación de la embajada, Juan González de Mendoza se convirtió en una de las mayores autoridades en materia china de la Europa de finales del siglo XVI con la publicación de su libro, la Historia del Gran Reino de la China (1585).
De cómo un religioso que nunca estuvo en Asia pudo convertirse en un muy leído y citado «cronista de China» (como llegó a intitularse a sí mismo años después de publicar su obra) he podido dar cuenta en la tesis doctoral dirigida por los profesores Joan-Lluís Palos y Joan-Pau Rubiés La formación de un paradigma de Oriente en la Europa moderna: la «Historia del Gran Reino de la China» de Juan González de Mendoza, leída en la Universidad de Barcelona a finales de 2015 y que ahora se encuentra disponible en TDX. Para entender la fortuna intelectual de este fraile historiador, hombre de corte, memorialista, futuro obispo autoproclamado defensor de la causa de los indios, hemos de viajar a una corte de Felipe II en la que, con ocasión de la unión de las coronas española y portuguesa, se fundó el laboratorio de conocimiento sinológico más importante de Europa de la década de 1580. El rey español reunió en su cartera de secretos las relevantes informaciones –mediadas a través de cartas, relaciones y mapas– de los portugueses, pioneros décadas atrás de los contactos con China, junto al abundante material que se generaba en las islas Filipinas, convertidas en dominio de la Monarquía española, y situadas a escasos días de navegación de las provincias del sur de China. Para construir su propio relato, González de Mendoza tuvo a su alcance muchos de estos materiales, entre los que se encontraban libros chinos sacados del Celeste Imperio por fray Martín de Rada, también agustino, un reconocido cosmógrafo que había logrado entrar por unas semanas en China en verano de 1575.
La Historia de la China de Juan González de Mendoza, nutrida de fuentes portuguesas y españolas, de relaciones agustinas y también franciscanas, escritas y orales, ofreció a la Europa letrada de final del Renacimiento una brújula para poder guiarse imaginariamente por la compleja civilización china. Hasta la aparición de la obra del agustino, el marco de interpretación dominante había estado claramente condicionado por el testimonio de Marco Polo consignado en su Il Milione (1300), más popularmente conocido como El libro de las maravillas: China como paraíso terrestre, una tierra grande, rica y maravillosa. El comerciante veneciano, tras casi dos décadas de experiencia en el «País del Centro», había quedado prendado de su exuberante abundancia material y su lujo incomparable. El libro de González de Mendoza proporcionó a la República de las Letras europea una imagen actualizada, igualmente admirativa, pero sin la áurea maravillosa de la de Marco Polo. China como paraíso mercantil con un gobierno prudente y ejemplar y con una única tara: su idolatría.
En ese viaje utópico,fray Juan se mostraba convencido de que China podía aleccionar a Occidente sobre el buen modo de gobernar y mantener un gobierno justo. No conocía a Confucio, pero prefiguraba su presencia en la filosofía china. Su acertada explicación del sistema de oposiciones chino, el acceso al mandarinato, de tradición milenaria, supuso para muchos de sus lectores una auténtica sorpresa, acostumbrados en Europa a una promoción de los cargos de gobierno basada en razones de sangre y no en los propios méritos y capacidades personales.
Toda utopía tiene sus propósitos, y la de González de Mendoza no fue una excepción. En el momento de aparecer su obra (editada muy pronto, en 1586, en Madrid, y antes en Barcelona y Valencia tras su primera edición en Roma) un enconado debate tenía lugar en la corte de Felipe II: ¿de qué modo la Monarquía española podía lograr sus objetivos políticos, comerciales y evangelizadores en China? La respuesta no era nada fácil. Un grupo de presión, especialmente alimentado por las demandas de los españoles de Manila, abogaba por una conquista militar del «Gran Reino» siguiendo la estela de Hernán Cortés en México. Otros, entre los que se encontraban González de Mendoza, estaban convencidos de la única viabilidad de un proyecto pacífico, fiando la futura convergencia de los intereses chinos con los ibéricos a la suerte de la evangelización de China. Confiando, por tanto, en la labor de los misioneros.
Ése fue el paso de la utopía a la realidad porque, efectivamente, muy pronto, los jesuitas comenzaron a ofrecer en sus Avisos de la China, publicados en Italia a partir de 1586, noticias de sus progresos evangelizadores –lentos pero persistentes– en el reino de Wanli, dejando prácticamente sin opciones a agustinos y otras órdenes religiosas de ganar el preciado triunfo de la conquista, esta vez espiritual, de China.
Para mayor información:
SOLA, Diego. La formación de un paradigma de Oriente en la Europa moderna: la Historia del Gran Reino de la China de Juan González de Mendoza (tesis doctoral). Barcelona, 2015, 576 p. <http://www.tdx.cat/handle/10803/394731>.
*Diego Sola es doctor en Historia e investigador postdoctoral de la Universidad de Barcelona.
Hoy parece una obviedad señalar que el mundo ha cambiado. Son muchos los conceptos que definen a la sociedad actual: sociedad del conocimiento, sociedad de la información, sociedad conectada… El debate sobre si estamos entre la sociedad de la información o del conocimiento está abierto, incluso se habla de la sociedad del desconocimiento o de la sociedad del aprendizaje. Lo que parece estar claro es que el alumnado de educación secundaria dispone de una gran información a su alcance, pero en ocasiones no es capaz de transformarla en conocimiento. Y esta situación, en el caso de la Historia, viene provocada por la falta de competencias históricas necesarias que les permitan elaborar un discurso histórico propio.
Debate de similares características parece producirse en la actualidad en las escuelas. Por una parte, aquellos que entienden que la educación queda delimitada por unos estándares previamente definidos, que deben ser transmitidos a pesar de que en ocasiones estén carentes de significado para que los adolescentes los conecten y les sirvan para interpretar y criticar sus realidades cotidianas; y por otra, una no tan incipiente forma de entender la educación que cree que ésta no debe convertirse en una alud de conocimientos. En este sentido a la Historia se le ha atribuido la capacidad de mejorar la percepción del entorno social, construir una memoria colectiva y formar a ciudadanos responsables; sin embargo, en ocasiones, se ha acabado por imponer y por transmitir una idea de Historia enciclopédica, alejada de los problemas que importan a los estudiantes, y acabando por no proporcionar una Historia escolar al servicio de la sociedad.
No cabe duda de que, de las piezas que conforman el engranaje educativo, la evaluación del alumnado es uno de los elementos que más repercusión posee para las familias y la sociedad en su conjunto. Asistimos en España a una tendencia que ha acabado por otorgar a las evaluaciones externas internacionales y nacionales una relevancia notable. Y es en este escenario que acabamos de esbozar donde nos planteamos si estamos preparados para evaluar el conocimiento Histórico.
La evaluación se nos presenta con capacidad para influir directamente en qué aprendemos y en cómo lo aprendemos, pudiendo limitar o promover un aprendizaje significativo. De este modo, a través de la evaluación, el alumnado adquiere su idea de qué es el conocimiento histórico, cómo se elabora y cómo se transmite. Es por ello que, si repetimos el paradigma de la Historia como acumulación de hechos del pasado, la evaluación versará en comprobar la cantidad de conocimientos que posee el alumnado. Asumiendo, por tanto, que la memorización de contenidos sustantivos contribuye a la formación de una ciudadanía más capacitada. Por el contrario, si creemos en la necesidad de dotar al alumnado de las habilidades de la Historia disciplinar, perseguiremos una evaluación que permita la integración de destrezas de orden superior como el análisis, la interpretación y la creación de narrativas históricas.
Las investigaciones confirman algunas de las paradojas de la evaluación; así, a pesar de la teorización sobre la misma respecto de la mejora del proceso de enseñanza o de la capacidad de desarrollo crítico que debería promover ésta, lo cierto es que se repiten casi de forma mecánica las prácticas sobre evaluación y muchas de ellas consisten en la repetición de las ideas aprendidas del profesor. Se trata de un modelo de evaluación de los conocimientos históricos que se identifica durante la educación primaria, y que se refuerza a lo largo de la educación secundaria, llegándose incluso a plantearse en los cursos preuniversitarios, y en particular, en las Pruebas de Historia de España de Acceso a la Universidad (PAU). Modelo de evaluación en el que se constata la potenciación de la memorización de contenidos frente a un escaso tratamiento de la comprensión y aplicación de los mismos.
Nuestro desafío es crear instrumentos de evaluación más versátiles, capaces de integrar no solos conocimientos sustantivos de Historia, sino sobre todo el uso de destrezas o competencias históricas. ¿Qué ocurriría si en lugar de exigirles que repitieran los conocimientos históricos memorizados, les pidiéramos que demostraran la comprensión de la explicación histórica a través de las evidencias históricas haciendo uso del análisis, la interpretación o la argumentación?
Para mayor información:
Fuster García, Carlos. Pensar Históricamente. La evaluación en la PAU de Historia de España. Directores: Xosé Manuel Souto González y Jorge Sáiz Serrano. Tesis doctoral inédita, Universitat de València, Valencia. Departamento de Didáctica de las Ciencias Experimentales y Sociales, 2016. Disponible desde http://roderic.uv.es/handle/10550/55502
*Carlos Fuster García es Doctor en Didáctica de las Ciencias Sociales y Profesor Asociado de la Universitat de València. Facultat de Magisteri. Departament de Didàctica de les Ciències Experimentals i Socials.
En las últimas décadas el lenguaje visual se ha establecido como un recurso comunicativo fundamental para las sociedades actuales. En este sentido, las instituciones educativas deben garantizar que el alumnado sea capaz de trabajar con mensajes de este tipo de forma crítica; en el caso de la enseñanza de la Historia, existe una gran variedad de fuentes históricas icónicas que pueden ser utilizadas para este fin. A pesar de esto, a la hora de considerar el tratamiento que reciben éstas en los libros de texto o el uso que se puede hacer de ellas en el aula, es necesario tener presente el peso de tradiciones y rutinas escolares muy extendidas, como las que caracterizan al código disciplinar de la historia escolar.
El uso de imágenes en los procesos de enseñanza-aprendizaje no se cuestiona en la actualidad, y la riqueza interpretativa y polisémica que caracteriza a estos mensajes ha hecho que se ponga el foco sobre ellos como un recurso didáctico esencial en los sistemas educativos actuales. Así, el currículo de Educación Artística es el que mejor pone en valor la importancia del lenguaje visual, pese a que las pocas horas que se asignan a esta materia en todas las etapas del currículo español hace pensar que el alumnado no está recibiendo la suficiente formación en este campo.
No obstante, el trabajo con mensajes icónicos no tiene por qué ceñirse únicamente a una sola disciplina. Desde otros ámbitos, como la Didáctica de la Historia, también se pueden hacer grandes aportaciones considerando, en todo momento, que el trabajo con fuentes icónicas debe ir siempre asociado a la alfabetización visual de los alumnos/as. En este proceso el alumnado debe desarrollar una serie de capacidades que le permitan aproximarse a los mensajes de este tipo de forma crítica, poniendo atención en todos aquellos matices que comunica la imagen y que tienen una repercusión directa o indirecta en la información transmitida.
En el caso de los libros de texto –o manuales escolares–, las innovaciones técnicas en el mercado de la edición escolar, el nuevo valor que se le atribuye a las imágenes o el hecho de que los manuales escolares sean productos de mercado, ha repercutido en la cantidad y clase de imágenes que ofrecen estos recursos. De este modo, los libros actuales de Historia contienen un gran número de fuentes históricas icónicas, tanto primarias como secundarias. Sin embargo, a la hora de examinar el uso que hacen de ellas los manuales es fundamental considerar el código disciplinar y el modo en que afecta este a los materiales didácticos. Este término, “código disciplinar”, fue acuñado por R. Cuesta y hace referencia al conjunto de ideas, suposiciones y rutinas que existen alrededor de la enseñanza de la historia y que atribuyen a esta disciplina una serie de valores educativos, contenidos y métodos de enseñanza tradicionales.
Si observamos su reflejo en el principal material educativo en que se ha basado (los libros de texto), podemos comprobar que el código disciplinar se caracteriza por considerar el texto de los manuales como la principal herramienta didáctica, un texto que debe ser memorizado por el alumnado para ser reproducido en las pruebas de evaluación. Respecto a los recursos gráficos de los libros de texto, además de subordinarlos al texto del manual, el código disciplinar considera a las imágenes como elementos decorativos o simples ilustraciones y no como fuentes históricas.
Todos estos factores tienen un gran impacto en las propuestas didácticas que hacen las editoriales mayoritarias. De ello se desprende el hecho de que, independientemente de la editorial o ley educativa bajo la que hayan sido editados los libros de texto, todos coinciden en el tipo de propuestas de trabajo sobre imágenes que plantean.
Así, los libros de texto de Educación Primaria más utilizados durante los últimos 25 años en el contexto de la Comunidad Valenciana han ofrecido en sus unidades de Historia muy pocas oportunidades para trabajar con imágenes a partir de sus actividades. Muchos de estos recursos son dibujos creados por los ilustradores de las editoriales y no fuentes primarias y las actividades planteadas sobre ellos no se distinguen en ningún aspecto de las basadas en fuentes primarias, pese a las grandes diferencias que existen al tratar la información obtenida de una fuente primaria y de una secundaria. Por otro lado, la mayoría de tareas propuestas para trabajar sobre imágenes suponen actividades mecánicas y puramente descriptivas, que no apuestan por la interpretación de la fuente ni por fomentar la reflexión y la formulación de respuestas creativas por parte del alumnado.
Con todo esto queremos llamar la atención sobre la necesaria reflexión que deben hacer docentes e investigadores alrededor de los materiales didácticos y los métodos de aprendizaje que transmiten. En la mano de maestros y profesores está plantear actividades alternativas que verdaderamente supongan una aproximación crítica al trabajo con fuentes históricas ya que en los libros de texto continúan primando unos modos de trabajo tradicionales que difícilmente pueden contribuir a estos objetivos.
Para mayor información:
BEL, Juan Carlos. Aprovechamiento de las imágenes en los manuales de Historia de Educación Primaria (1991-2016): Evaluación cognitiva y utilización didáctica. Trabajo Fin de Máster en Investigación en Didácticas Específicas, especialidad Ciencias Sociales: Geografía e Historia. Presentado en la Facultat de Magisteri de la Universitat de València, año 2016. Dirigido por el Dr. Rafael Valls Montés y Dr. Juan Carlos Colomer Rubio.
*Juan Carlos Bel es doctorando en Didáctica de la Historia en la Universitat de València.
Al finalizar la Guerra Civil, el número de reclusos en España superaba los 550.000. La mayoría de ellos se encontraban en campos de concentración o en batallones de trabajadores, en una situación que se prolongó hasta 1947.
El testimonio escrito de Francesc Grau en su novela autobiográfica Rua de captius resultó decisivo para conocer la función del mapacomo instrumento de desmoralización y de humillación de los reclusos.
Entre 1937 y 1939, la plaza de toros de Logroño fue, como otros espacios públicos de la España de Franco, un campo de concentración. Al finalizar la Guerra Civil, el número de reclusos en España superaba los 550.000. La mayoría de ellos se encontraban en campos de concentración o en batallones de trabajadores, en una situación que se prolongó hasta 1947. Sin embargo, los campos de concentración de Franco continúan siendo prácticamente desconocidos, a diferencia de lo que ocurre con los campos de otras dictaduras fascistas, como Alemania o Italia, y también de países democráticos como la República Francesa (donde fueron a parar en 1939 medio millón de republicanos).
A diferencia de la Europa democrática que surgió de la II Guerra Mundial, la dictadura franquista se encargó posteriormente de liquidar cualquier vestigio de los campos y de cubrir con un tupido velo un episodio particularmente vergonzoso del régimen. Algo parecido ha hecho la democracia surgida tras la muerte del dictador, que se construyó (no hay que olvidarlo) sobre un pacto de amnesia entre la dictadura y las fuerzas mayoritarias de la oposición. Por ello, resulta particularmente revelador y digno de elogio el caso del “mapa de los presos” de la capital de la Rioja.
Objetivo 1: rescatar el mapa
Cuando en octubre del 2002 se procedió al derribo de la Plaza de Toros de Logroño, el profesor Carlos Muntión y un grupo de memoria histórica local se propuso preservar un mapa de España de grandes dimensiones que se creía que estaba relacionado con el campo de concentración que allí había funcionado. De hecho, aunque no se sabía exactamente su historia, la gente lo llamaba el “mapa de los presos”. Muntión pactó con la empresa encargada del derribo el desmontaje y el rescate del mapa, y también se puso en contacto con el Archivo Histórico Provincial. Pero, cuando iban a hacer efectiva la recogida de las 34 piezas de 40 cms. de lado en que lo habían partido, una dotación de funcionarios municipales y policías se apoderó de las piezas y las depositó en un almacén municipal. Por entonces gobernaba el Partido Popular con mayoría absoluta en el ayuntamiento, la comunidad autónoma y el gobierno central.
La lucha por recuperar el mapa oculto se prolongó durante más de doce años. La protagonizó la Asociación La Barranca por la Preservación de la Memoria Histórica en la Rioja. Dicha organización gestiona el Cementerio Civil La Barranca, construido sobre una fosa común donde fueron asesinadas y enterradas una 400 personas entre septiembre y diciembre de 1936. La entidad decidió que el cementerio podía y debía acoger el mapa cuando fuera liberado por las autoridades.
Y la ocasión llegó con el cambio de mayorías municipales. Un acuerdo promovido por las fuerzas de izquierdas, aprobado por el Pleno Municipal el 31 de julio de 2015, cedió la obra a la Asociación La Barranca para su ubicación en el cementerio civil.
Objetivo 2: rescatar el relato
Pero el combate no se planteó tan sólo en términos jurídicos o políticos. Antes había que vencer la batalla del relato. Desde los ámbitos políticos y mediáticos próximos al Partido Popular se afirmaba que el mapa no tenía ningún valor histórico, ni nada que ver con el campo de concentración. Y los partidarios de la memoria democrática tenían grandes dificultades para documentar su función en un período que ha dejado una muy escasa documentación escrita.
Por suerte, también esta batalla se ganó, en primer lugar con un documento de archivo; y en segundo, y ya de manera determinante, con el testimonio escrito del catalán Francesc Grau i Viader, que allí estuvo recluso.
El primer texto, conservado en el Archivo Histórico Provincial de la Rioja, contiene unas instrucciones firmadas el 26 de mayo de 1936 por el jefe de propaganda en los frentes en que se ordena que “en todos los Campos de Concentración se deberán ejecutar mapas de España en un tamaño mínimo de 2 por 2 metros, o sea 4 metros cuadrados”, en los que “una cinta, a ser posible de los colores nacionales, marcará la separación de las dos zonas”. Aunque la orden, como suponemos, fue generalizada, el mapa de Logroño es hoy por hoy el único vestigio de esta práctica.
Pero faltaba documentar su realización efectiva y su uso como instrumento de desmoralización y de humillación de los presos. Y aquí entra la memoria escrita. Francesc Grau i Viader (1920-1997), soldado de la República en la quinta del biberón, cayó prisionero en el frente de Cataluña en enero de 1939 y pasó por los campos de concentración de Logroño y Miranda de Ebro. Años después relató su experiencia en las novelas autobiográficas Dues línies terriblement paral·leles (1978), en que describe su actuación como soldado republicano, y Rua de captius (“Procesión de cautivos”, 1981), en que relata su experiencia en dichos campos. Ambas obras han sido reeditadas recientemente por Club Editor.
En 2014, en una breve estancia en Barcelona, Carlos Muntión compró esta última novela. Aunque no conocía la lengua catalana, en seguida comprobó que Grau describía con precisión la vida cotidiana en el campo de Logroño y, lo que resultaba aún más impactante, la liturgia organizada alrededor del mapa, donde día a día los carceleros alardeaban frente a los presos de las victorias “nacionales”. Esta vez la memoria escrita se aliaba con el patrimonio material y permitía construir un relato contundente y veraz.
Un epílogo (o dos)
El 10 de abril de 2015 la Asociación La Barranca celebró la colocación del mapa, con la presencia de la viuda y los hijos de Francesc Grau y de otros presos. Fue un acto muy emotivo y que contó con una gran participación. Cuatro días después, el 14 de abril, ochenta y cuatro aniversario de la proclamación de la República, un grupo anónimo profanó el espacio y ensució el mapa con lemas y símbolos fascistas.
El mapa escondido y ninguneado durante años se había convertido para siempre en un poderoso símbolo de memoria.
Para mayor información:
Dossier: “Plaza de Toros de Logroño. Campo de Concentración”, Piedra de rayo. Revista riojana de cultura popular, 47 (marzo 2016). piedraderayo@hotmail.com
Grau i Viader, Francesc: Rua de captius. Barcelona: Club Editor, 2014 (está prevista la edición de la versión en lengua castellana de la obra en enero de 2017).
*Agustí Alcoberro es profesor de Historia Moderna en la Universidad de Barcelona
No es ningún secreto decir que el mundo romano era un mundo de ciudades. Dónde no había centros urbanos, Roma los creaba. Durante el periodo de la República Romana Tardía (133-27 a.C.), este papel lo jugaba fundamentalmente los imperatores, en un afán tanto de protagonismo como de solventar los problemas de carácter administrativo y social que atravesaba en aquel tiempo Roma.
Cn. Pompeyo Magno (cos. I 70 a.C.) fue uno de los políticos más destacados en este aspecto, tanto en Oriente como en Occidente. En parte, su actitud se debía a su intento de emular la figura del conocido monarca macedonio Alejandro Magno (336-323 a.C.), entre cuyos atributos más característicos se encontraba su afán de «colonizar».
Las fuentes literarias revelan que este hecho ya era tenido en cuenta por la Antigüedad: Apiano informa que Pompeyo fundó ocho ciudades en Capadocia y una veintena entre Cilicia y Celesiria; Plutarco da la cifra de treinta y nueve ciudades. Pero no nos tenemos que dejar engañar por estas cifras, ya que muchas de estas «fundaciones» no eran más que dotar de un sistema administrativo adecuado a los intereses romanos a la comunidad en cuestión.
Esta fue la política seguida por Pompeyo en Occidente: concentrar la responsabilidad administrativa en unos pocos grandes núcleos sobre el resto de poblaciones y unidades étnicas vecinas, como había hecho su padre Cn. Pompeyo Estrabón (cos. 89 a.C.) en la Galia Cisalpina, mediante la conocida lex Pompeia de Transpadanis. Si no existía un núcleo que reuniese las características necesarias para tal función, consideraciones de carácter estratégico podían determinar establecerlo. Este fue el caso de Lugdunum Convenarum (Saint-Betrand-de-Comminges, dept. Haute Garonne, Francia) creada,junto con Pompaelo (Pamplona, prov. Navarra) y Gerunda (Girona, prov. Girona), durante la Guerra Sertoriana (82-72 a.C.).
Lugdunum Convenarum fue creada sobre la base de su magnífica situación estratégica, en el cruce de importantes rutas comerciales, y con importantes recursos naturales, desde la cual se podía controlar los pasos montañosos de esta zona, ya que vigilaba el Alto Garona (pasos de Somport y del valle de Arán hacia Hispania) y las rutas en dirección al gran nudo de comunicaciones que era Tolosa (Toulouse, dept. Haute-Garonne) así como hacia la Gallia Comata. No debe pasar desapercibido que los ejércitos de Hispania que luchaban contra Q. Sertorio (pr. 83 a.C.) tenían sus cuarteles de invierno en las llanuras del río Garona y en el Languedoc.
Debido a que la población lleva un nombre indígena, la fundación de Lugdunum Convenarum no habría sido ex novo, por lo que Pompeyo, aparte de la contribución de población humana en un antiguo oppidum indígena, habría efectuado algunas reformas de carácter urbanístico. Pero, desde el punto de vista arqueológico, no se encuentra pruebas de su existencia hasta tiempos del emperador Augusto (27 a.C.-14 d.C.), por lo que se ha dudado de la veracidad sobre la fundación pompeyana de esta localidad. Más bien, posiblemente el establecimiento fundado en este lugar por Pompeyo fuera de pequeñas dimensiones, por lo que sea difícil su identificación. Si fuera así, Lugdunum Convenarum no sería más que una modesta guarnición fronteriza que marcaba el límite del control directo por parte de la administración romana en la Galia occidental.
Las fuentes mencionan que Pompeyo pobló Lugdunum Convenarum con hispanos: San Isidoro de Sevilla menciona que fue colonizada por vascones, mientras que San Jerónimo nombra a vectones -vettones-, arrebaci -arevaci- y celtiberi, quienes habían sido obligados a bajar de los Pirineos, donde se habían refugiado, pues habían apoyado la causa de Sertorio contra Roma. La ubicación de estas gentes hispanas en la nueva población puede deberse a que, después de haber intentado resistir inútilmente, ofrecieron su rendición a Pompeyo quien, hábilmente, los trasladó desde sus tierras natales al sur de la Galia. En este sentido, hay que tener que, tras la muerte del sucesor y asesino de Sertorio, M. Perperna Veiento (pr. ca. 83 a.C.), Pompeyo acogió a muchos de sus soldados.
Pero Pompeyo no sólo incluyo a hispanos en Lugdunum Convenarum, sino también a nativos aquitanos,formando de esta forma la etnia de los Convenae, lo que daría validez a las palabras de San Jerónimo: cum-venire, «gente venida de todas partes». De esta palabra deriva el moderno topónimo Comminges, nombre actual de la comarca donde se asienta Saint-Betrand-de-Comminges. De esta forma, los Convenae no serían una antigua población prerromana, sino una creación de Pompeyo. No tiene nada de particular: los romanos parece que articularon a comunidades indígenas para formar con ellos a: galaicos, cántabros, astures y vascones.
En cualquier caso, la política de Pompeyo sobre los antiguos partidarios de Sertorio, a los que asentó en Lugdunum Convenarum (y, muy posiblemente, en otros centros), recuerda asimismo el mismo tratamiento que Pompeyo dispensó a los vencidos piratas no mucho tiempo después (67 a.C.), al ubicarlos en varios centros despoblados, especialmente en la región anatólica de Cilicia, con el objeto de reconciliar Roma con sus antiguos enemigos, dándoles una oportunidad para adaptarse a las condiciones de la paz que se les había impuesto.
La integración definitiva de los Pirineos dentro del control político, administrativo y fiscal romano comienza precisamente con las actuaciones de Pompeyo en la región, cuyos pivotes fundamentales serían la fundación de Lugdunum Convenarum y el pacto con los Vascones (con la transformación de una de sus poblaciones en Pompaelo). No en vano, Lugdunum Convenarum, Pompaelo y Gerunda, presentan una característica común: su magnífica posición estratégica, dominando rutas comerciales y militares de importancia.
Para mayor información:
AMELA VALVERDE, Luis. Pompeyo y Lugdunum Convenarum.Biblio3W. Revista bibliográfica de geografía y ciencias sociales. [En línea]. Barcelona: Universidad de Barcelona, 15 de febrero de 2016, vol. XXI, nº 1.1150. http://www.ub.edu/geocrit/b3w-1150.pdf. ISSN: 1138–9796.
Luis Amela Valverde es Doctor de Geografía e Historia por la Universidad de Barcelona.
En un momento en el que continuamente hablamos de reciclar cabe preguntarse por cómo resolvían estos problemas sociedades anteriores a la nuestra.
El reciclado fue una necesidad de las sociedades antiguas en las que la escasez de materias primas obligaba a aprovechar cualquier elemento al que se le pudiese dar una nueva utilidad en el caso de que no se pudiese repararlo. Aún recuerdo a aquellos “latoneros” ambulantes que reparaban cualquier útil fuese metálico o de cerámica y a aquellos “chatarreros” que recogían cualquier resto metálico que pudiese generarse en cualquier casa. Con los restos de la alimentación humana se alimentaban los animales domésticos y los excrementos de éstos se usaban como abono de los campos.
Sin duda, la materia prima más barata y moldeable era la arcilla, según la Biblia, hasta Dios hizo al hombre de barro.
Con arcilla se construyeron, hasta nuestros días, los contenedores de multitud de alimentos, desde grandes tinajas a pequeños potes. Dos tipos de vasos usaron los romanos para conservar y transportar alimentos: el dolium (tinaja) destinado a contener los productos en el lugar de producción o en el de almacenaje y el anfora destinada a transportar a distancia dichos productos.
En ánforas se transportaron, sobre todo, productos líquidos, vino y aceite de oliva y semilíquidos, salmueras y conservas de pescado, fruta o carne. A lo largo del imperio romano, que ocupaba el espacio de la actual Comunidad Europea, más el próximo oriente asiático y el norte de África, se produjeron millones de ánforas que viajaron de un extremo a otro de dicho territorio, conteniendo los más variados productos. El estudio de estas ánforas constituye, hoy día, la base fundamental para estudiar el comercio en época romana.
¿Qué se hizo de estos millones de ánforas? Siempre fueron reutilizadas. La reutilización más frecuente fue romperlas, para, mezcladas con cal y arena, hacer el famoso cemento hidráulico romano, algo equivalente a nuestro cemento mezclado con gravas. Fragmentos de ánforas fueron utilizadas para construir muros, para allanar caminos, a veces fueron cuidadosamente recortados para hacer tapaderas de otros vasos, se usaron también para escribir sobre ellos, en fin, para cualquier uso imaginable en el que un fragmento de cerámica pudiese ser utilizado, incluido el uso como proyectil.
Otras muchas fueron reutilizadas para contener otros productos en las casas dónde se consumieron los productos originalmente contenidos, a veces eran cuidadosamente recortadas para adaptarlas a estos nuevos usos. Muchísimas fueron utilizadas para sanear los terrenos excesivamente húmedos, depositadas en zanjas de drenaje. Otras veces se usaron bajo los suelos de las casas para crear una capa de aislamiento. Muchas fueron utilizadas en las bóvedas de grandes edificios, así el espacio vació que creaban ayudaba a aligerar el peso de dichas bóvedas y creaban también una cámara de aire que aislaba del calor exterior.
Sin embargo, en la ciudad de Roma, se ha conservado un curioso vertedero de ánforas. Se trata del llamado Monte Testaccio. La palabra latina testa, de la que deriva el nombre, significa fragmento de cerámica. Un monte formado exclusivamente por restos cerámicos, sin tierra. Una colina artificial que, hoy día, conserva un perímetro de casi un kilómetro y una altura de 45 metros, en el que los estudios modernos calculan que aún se conservan los restos de más de 25 millones de ánforas. Tenemos multitud de documentos que testifican que, a lo largo de los siglos, se han extraído de aquí fragmentos para los más variado usos constructivos, tantos que, en 1742, el ayuntamiento de Roma prohibió, bajo pena de 50 escudos de oro, el extraer fragmentos del monte. Tenemos que considerar que en la antigüedad tuvo un mayor tamaño y que podemos definirlo como “la octava colina de Roma”.
Muchas teorías se desarrollaron para explicar la existencia de este monte. La más interesante de ellas, la que consideraba que el monte se había formado con los restos de las ánforas, en las que llegaron a Roma los tributos en natura pagados por las provincias del Imperio Romano. Algo de razón tenía esta propuesta: el monte está formado por los restos de las ánforas que llegaron a Roma, durante 250 años, conteniendo aceite de oliva. De éstas más del 80 por ciento proceden de la Bética, la actual Andalucía. El resto, mayoritariamente, del norte de África, de Túnez y Libia. En muy escasa proporción de las provincias orientales, en particular de Creta.
El estado Romano controlaba el acarreo del trigo y el aceite de oliva, dos productos básicos de la dieta mediterránea, asegurando que en Roma no hubiese carestía y que sus precios se mantuviesen bajos. Así pues, el estado se vio obligado a deshacerse de los cientos de miles de ánforas que, conteniendo aceite, llegaron anualmente a Roma. Esta es la explicación del origen del Testaccio, situado cerca de los grandes almacenes de la zona portuaria de la antigua Roma.
Los romanos imprimían sobre las ánforas, antes de que barro fuese cocido, unas marcas, que llamamos “sellos”. Marcas tan duraderas como la arcilla misma, al igual que las marcas que existen sobre nuestras botellas de vidrio. Marcas referidas al ámbito de la producción de vaso. Nosotros añadimos unas etiquetas de papel, para explicar otras noticias referidas al producto, los romanos escribían directamente sobre la cerámica. ¿Qué anotaban? El peso del vaso vacío, la tara (alrededor de 30 kilos pesaban las ánforas béticas). El nombre de la persona o personas que comerciaban con ellas. El peso del producto contenido (alrededor de 70 kilos de aceite). Estas tres inscripciones se anotaban una bajo la otra, en la parte superior del ánfora, mediante un pincel plano. A la derecha de estas tres inscripciones, junto al asa, se escribía mediante un cálamo de punta dura, un control aduanero y fiscal en el que se hacía constar: el distrito fiscal desde el que se expedía en ánfora, en nuestro caso los distritos de Corduba (Córdoba) Hispalis (Sevilla) y Astigis (Écija), se confirmaba el peso del contenido; se indicaba el nombre de los personajes que intervenían en dicho control y la fecha, el año, de expedición del ánfora; a veces también el lugar exacto del embarque en el valle del Guadalquivir.
El problema fundamental de la investigación sobre el mundo antiguo es la falta de datos. El Testaccio, gracias a las excavaciones que realizó H. Dressel a finales del siglo XIX y a las que, desde 1989, realiza un equipo español de la Universidad de Barcelona, bajo el patrocinio de la Real Academia de la Historia, financiadas por los Ministerios de Investigación y Cultura, ha aportado miles de datos, que permiten crear series de datos. Según la documentación actual, entre 145 y 257 d.C.
Disponemos pues de los nombres de gran cantidad de personajes y familias que se dedicaron al comercio del aceite bético, asimismo conocemos multitud de personajes que intervinieron en el control del aceite, los controles fiscales fueron variando a lo largo del tiempo, por lo que conocemos la evolución de la administración romana. Conocemos, además, gracias a las investigaciones realizadas en Andalucía, el lugar preciso de producción de muchos de los “sellos”. Así, cuando vinculamos la información de los “sellos” a las “etiquetas” que se escribieron sobre el ánfora, podemos reconstruir, de un modo bastante preciso, la historia del comercio del aceite bético durante el Imperio Romano. El Testaccio, un vertedero para los romanos, se ha convertido, para nosotros, en el mejor archivo para conocer la evolución económica del Imperio Romano.
José Remesal Rodríguez, Catedrático de Historia Antigua, Universidad de Barcelona. Miembro de la Real Academia de la Historia. Codirector del proyecto Testaccio.
La III Guerra Carlina (segona per a alguns historiadors) es desenvolupà a Espanya al llarg dels anys 1872 i 1876, entre els partidaris del pretenent Carles VII -defensor dels ideals més conservadors- i, successivament, els governs d’Amadeu I, de la Primera República i d’Alfons XII. Sovint aquesta s’ha vist com una lluita quasi colonial, excepcionalment rica quant a mobilitat, puix que les marxes i contramarxes d’un i altre contendent a través del territori foren l’acció més sovintejada, més que no pas els setges o les batalles a camp obert. Tanmateix, la construcció de fortificacions tingué un paper clau en el desenvolupament de la campanya, atès que les columnes governamentals, tant si actuaven en zones favorables a la insurrecció de manera ofensiva, com si ho feien en zones addictes a la defensiva, necessitaven de bases d’operacions segures per descansar i aprovisionar-se.
L’exèrcit espanyol tenia ben clares les pautes a seguir per afrontar aquest conflicte, perquè si en alguna mena de guerra estava foguejat era en una de civil. La seva estratègia tradicional era ofegar la insurrecció mitjançant l’ocupació i fortificació sistemàtica de punts forts, bàsicament poblacions situades en llocs estratègics, perquè servissin de base a columnes mòbils que havien de pentinar el territori a la recerca de les partides insurgents per tal de batre-les. De fet, aquesta actuació es desenvolupà de manera general a l’àrea de la província de Girona, que fou la més afectada del Principat de Catalunya, des dels inicis del conflicte. Les obres, tant si eren projectades pel cos d’enginyers militars de l’exèrcit o pels propis municipis –tot i que majoritàriament eren pagades pels segons-, solien ser molt senzilles, però en bona part ben fetes, amb pedres i maons lligats amb morter de calç, d’aquí que moltes s’hagin conservat fins a l’actualitat. Les opcions foren múltiples ja que tant s’adequaren antigues fortificacions ja existents, com fou el cas de Girona; com s’optava per barrar els nuclis urbans amb murs espitllerats, reforçant-los amb defenses menors com petites llunetes i tambors, tal com es féu a Anglès, Puigcerdà, Olot, Figueres, Banyoles etc; com es decidia fortificar únicament o principalment l’església parroquial, com succeí a Besalú o Tortellà. Alhora, també es construïren nombroses torres fuselleres, que actuaven com a reductes avançats, per controlar llocs estratègics, com les del Montsacopa a Olot i la torre del Serrat a la Jonquera, o petites fortificacions aïllades com el fort del Cós, a l’actual terme de Montagut-Oix, però molt a prop de Castellfollit de la Roca, veritable coll d’ampolla que controlava l’accés a la important vila d’Olot. Certament, aquestes estructures eren incapaces de resistir l’atac d’un exèrcit mínimament preparat, però eren plenament operatives davant les forces carlines, incapaces d’abandonar totalment el sistema de guerrilles i esdevenir un veritable exèrcit. Sens dubte, un dels principals handicaps que els obligaren a actuar així fou l’extrema dificultat que tingueren per a obtenir armament modern per proveir les seves tropes, que sovint anaven aparellades amb material de circumstàncies. En concret, l’artilleria carlina –majoritàriament procedent de les captures fetes a l’exèrcit regular- solia ser de campanya i d’escàs calibre, de manera que era poc adequada per assetjar una fortificació i, per més inri, en general fou mal emprada. Per citar un exemple de cada cas, podem esmentar el fracassat bombardeig de l’església de Tortellà l’agost del 1873 o l’atac a Figueres, el mes de maig del 1874, quan els artillers carlins bombardejaren les seves pròpies línies i provocaren el fracàs de l’operació.
En definitiva, allò que explica la llarga pervivència i èxits carlins no fou l’adopció d’una estratègia errònia per part de l’exèrcit, sinó la crisi política i social que trasbalsava el conjunt de l’Estat espanyol, i la creixent indisciplina que afectà les seves forces armades, tant entre la tropa com entre l’oficialitat, que no acceptava l’adveniment de la I República. Si a tot això s’hi afegeix la insurrecció Cubana (Guerra dels Deu Anys 1868-1878) i la revolta dels sectors més radicals del republicanisme (1873), amb la proclamació de nombrosos cantons al sud-est de la Península, la situació esdevenia caòtica. En conseqüència, hom no comptava amb prous homes per afrontar la defensa de les poblacions fortificades, mantenir les comunicacions –els carlins atacaren i cremaren sistemàticament les estacions ferroviàries i línies de telegrafia- i organitzar columnes que encalcessin les partides carlines. D’aquí que, al llarg de l’any 1873 i bona part del 1874 el carlisme estengués el seu domini i, a forces contrades, esdevingués el veritable poder legítim i reconegut; alhora que nombroses poblacions, com Roses (situada a la costa en una zona de forta implantació del republicanisme federal) es negaven a defensar-se únicament amb els seus mitjans i restaven obertes a qualssevol dels dos contendents. A partir de mitjans 1874 la disciplina fou restablerta, es derrotà manu militari la insurrecció cantonal –que era vista per les elits dirigents com a més perillosa que no pas la carlina- i, ja de pas, la legalitat republicana mitjançant un cop militar. Immediatament, l’exèrcit es concentrà en derrotar el carlisme. El primer cop el reberen les forces del Centre que hagueren de retirar-se cap a Catalunya on, majoritàriament, es desbandaren. Tot seguit, es procedí a asfixiar els carlins catalans, amb la represa i fortificació dels escassos nuclis urbans que havien ocupat, com Olot o la Seu d’Urgell; i a la persecució sistemàtica de les seves partides. El resultat fou que a mitjan 1875 la guerra a Catalunya es podia donar de fet per acabada i ara, amb les mans lliures, l’exèrcit podia afrontar l’atac al nucli dur carlí, situat al País Basc i Navarra, la derrota del qual només era qüestió de temps.
Per més informació:
BUSCATÓ SOMOZA, Lluís. Fortificar és vèncer: l’actuació de la Comandància d’Enginyers a la província de Girona durant la darrera carlinada (1872 – 1874), Biblio 3W. Revista Bibliográfica de Geografía y Ciencias Sociales. [En línea]. Barcelona: Universidad
de Barcelona, 15 de enero de 2016, Vol. XXI, nº 1.147. [ISSN:1138-9796]. <http://www.ub.es/geocrit/b3w-1147.pdf>.
És tècnic auxiliar del Servei de Monuments de la Diputació de Girona
Fotografia 1: fortí del santuari de la Mare de Déu del Cós, a Montagut-Oix, que aprofità les restes d’un castell medieval i una ermita moderna, unint-los amb un mur espitllerat.
Fotografia 2: torre fusellera del Montsacopa a Olot, bastida l’any 1875 després de que la ciutat fos recuperada per les forces governamentals.