China, 1585: de la utopía a la realidad

Diego Sola*

Las utopías han sido siempre un viaje sugerente tanto para los que se embarcaban en ellas como para los que saben de la suerte del viajero en la distancia y pueden compartir, de algún modo, su sueño. Hace algo más de cuatro siglos un fraile agustino se embarcó en uno de esos viajes que no llegaron, geográficamente, a ninguna parte y que, sin embargo, cambiaron las expectativas, anhelos y opiniones de muchos de sus contemporáneos. El fraile en cuestión, Juan González de Mendoza, recibió en 1581 un encargo del rey Felipe II: encabezar, junto a otros dos hermanos de la Orden de San Agustín, una embajada en su nombre a China para encontrarse con el emperador, Wanli, y hacerle llegar los deseos de amistad, comercio y evangelización del monarca español. El encuentro entre los emisarios del rey y el tianzi, el Hijo del Cielo, jamás tuvo lugar, pero como resultado de un largo y complejo proceso de gestación de la embajada, Juan González de Mendoza se convirtió en una de las mayores autoridades en materia china de la Europa de finales del siglo XVI con la publicación de su libro, la Historia del Gran Reino de la China (1585).

De cómo un religioso que nunca estuvo en Asia pudo convertirse en un muy leído y citado «cronista de China» (como llegó a intitularse a sí mismo años después de publicar su obra) he podido dar cuenta en la tesis doctoral dirigida por los profesores Joan-Lluís Palos y Joan-Pau Rubiés La formación de un paradigma de Oriente en la Europa moderna: la «Historia del Gran Reino de la China» de Juan González de Mendoza, leída en la Universidad de Barcelona a finales de 2015 y que ahora se encuentra disponible en TDX. Para entender la fortuna intelectual de este fraile historiador, hombre de corte, memorialista, futuro obispo autoproclamado defensor de la causa de los indios, hemos de viajar a una corte de Felipe II en la que, con ocasión de la unión de las coronas española y portuguesa, se fundó el laboratorio de conocimiento sinológico más importante de Europa de la década de 1580. El rey español reunió en su cartera de secretos las relevantes informaciones –mediadas a través de cartas, relaciones y mapas– de los portugueses, pioneros décadas atrás de los contactos con China, junto al abundante material que se generaba en las islas Filipinas, convertidas en dominio de la Monarquía española, y situadas a escasos días de navegación de las provincias del sur de China. Para construir su propio relato, González de Mendoza tuvo a su alcance muchos de estos materiales, entre los que se encontraban libros chinos sacados del Celeste Imperio por fray Martín de Rada, también agustino, un reconocido cosmógrafo que había logrado entrar por unas semanas en China en verano de 1575.

La Historia de la China de Juan González de Mendoza, nutrida de fuentes portuguesas y españolas, de relaciones agustinas y también franciscanas, escritas y orales, ofreció a la Europa letrada de final del Renacimiento una brújula para poder guiarse imaginariamente por la compleja civilización china. Hasta la aparición de la obra del agustino, el marco de interpretación dominante había estado claramente condicionado por el testimonio de Marco Polo consignado en su Il Milione (1300), más popularmente conocido como El libro de las maravillas: China como paraíso terrestre, una tierra grande, rica y maravillosa. El comerciante veneciano, tras casi dos décadas de experiencia en el «País del Centro», había quedado prendado de su exuberante abundancia material y su lujo incomparable. El libro de González de Mendoza proporcionó a la República de las Letras europea una imagen actualizada, igualmente admirativa, pero sin la áurea maravillosa de la de Marco Polo. China como paraíso mercantil con un gobierno prudente y ejemplar y con una única tara: su idolatría.

En ese viaje utópico,fray Juan se mostraba convencido de que China podía aleccionar a Occidente sobre el buen modo de gobernar y mantener un gobierno justo. No conocía a Confucio, pero prefiguraba su presencia en la filosofía china. Su acertada explicación del sistema de oposiciones chino, el acceso al mandarinato, de tradición milenaria, supuso para muchos de sus lectores una auténtica sorpresa, acostumbrados en Europa a una promoción de los cargos de gobierno basada en razones de sangre y no en los propios méritos y capacidades personales.

Toda utopía tiene sus propósitos, y la de González de Mendoza no fue una excepción. En el momento de aparecer su obra (editada muy pronto, en 1586, en Madrid, y antes en Barcelona y Valencia tras su primera edición en Roma) un enconado debate tenía lugar en la corte de Felipe II: ¿de qué modo la Monarquía española podía lograr sus objetivos políticos, comerciales y evangelizadores en China? La respuesta no era nada fácil. Un grupo de presión, especialmente alimentado por las demandas de los españoles de Manila, abogaba por una conquista militar del «Gran Reino» siguiendo la estela de Hernán Cortés en México. Otros, entre los que se encontraban González de Mendoza, estaban convencidos de la única viabilidad de un proyecto pacífico, fiando la futura convergencia de los intereses chinos con los ibéricos a la suerte de la evangelización de China. Confiando, por tanto, en la labor de los misioneros.

Ése fue el paso de la utopía a la realidad porque, efectivamente, muy pronto, los jesuitas comenzaron a ofrecer en sus Avisos de la China, publicados en Italia a partir de 1586, noticias de sus progresos evangelizadores –lentos pero persistentes– en el reino de Wanli, dejando prácticamente sin opciones a agustinos y otras órdenes religiosas de ganar el preciado triunfo de la conquista, esta vez espiritual, de China.

Para mayor información:

SOLA, Diego. La formación de un paradigma de Oriente en la Europa moderna: la Historia del Gran Reino de la China de Juan González de Mendoza (tesis doctoral). Barcelona, 2015, 576 p. <http://www.tdx.cat/handle/10803/394731>.

*Diego Sola es doctor en Historia e investigador postdoctoral de la Universidad de Barcelona.