Luis Perdices de Blas y José Luis Ramos Gorostiza*
La economía no tuvo buena prensa en el siglo XIX. Pronto los economistas empezaron a ser asociados con la defensa de los salarios de subsistencia, y su mala imagen se afianzó aún más con la aprobación de las leyes de pobres de 1834, que restringían la ayuda a los más desfavorecidos. De hecho, Charles Dickens y su Oliver Twist fueron los arietes de una campaña contra las tesis de Thomas Malthus y sus seguidores. Pero el mayor ataque vino –paradójicamente– de la mano de un firme defensor de la esclavitud, Thomas Carlyle, quien calificó despectivamente a la economía como “ciencia lúgubre” en su Occasional Discourse on the Negro Question (1849). Sin embargo, lo cierto es que ni los economistas de la Escuela Clásica defendieron nunca los salarios de subsistencia, ni tampoco pretendieron dejar en la indigencia a los pobres. Además, desde finales del siglo XVIII la economía suministró argumentos adicionales a una causa tan noble como la abolición definitiva de la esclavitud, complementando los ya muy relevantes argumentos éticos, políticos, religiosos y jurídicos.
En efecto, los economistas, como el fisiócrata P.S. Du Pont de Nemours o los clásicos Adam Smith y John Stuart Mill, condenaron desde un principio la esclavitud por ser la más triste situación en la que podía verse un ser humano: los esclavos llevaban una vida miserable e infeliz completamente a merced de otros. Pero además, intentaron mostrar que la esclavitud no tenía sentido desde el punto de vista económico: un esclavo era generalmente más caro y menos productivo que un trabajador libre, pues no tenía incentivo alguno a esforzarse más allá de lo estrictamente necesario para su mera subsistencia. No obstante, algunos economistas –como John Ramsay McCulloch– plantearon la posibilidad de que pudiese haber una excepción a esta regla en el caso de la esclavitud africana en las colonias antillanas dedicadas al cultivo del azúcar, dadas sus peculiares condiciones climáticas, la extrema dureza del trabajo en las plantaciones, y la facilidad para satisfacer las necesidades básicas en el Caribe.
En España, precisamente, el tardío debate económico sobre la abolición de la esclavitud se centró en discutir si sus colonias caribeñas –Cuba y Puerto Rico– representaban o no un caso excepcional. Hubo tres etapas bien diferenciadas. En la primera, hasta 1864, se debatió sobre todo en torno a la abolición de la trata, pero la institución de la esclavitud como tal no fue generalmente cuestionada. Sólo Ramón de la Sagra y José Antonio Saco se atrevieron a atacarla con argumentos económicos, negando la excepcionalidad cubana: la esclavitud iba asociada a un modelo productivo –de plantación azucarera de grandes latifundios– que tenía unas bases muy frágiles y conducía a deforestación, monocultivo y mono-exportación; además, la mano de obra esclava era incompatible con una agricultura científica y sofisticada.
En la segunda etapa (1864-1870), que arrancó con la constitución de la Sociedad Abolicionista, empezó propiamente el debate económico sobre la abolición de la esclavitud. Los esclavistas puros, como José Ferrer de Couto, se aferraron a la idea de la excepcionalidad caribeña que había apuntado McCulloch, pero añadiendo toques racistas. Entre los abolicionistas gradualistas destacó Francisco Armas y Céspedes, que, pese a aceptar plenamente los argumentos antiesclavistas smithianos y negar la supuesta excepcionalidad de Cuba y Puerto Rico, consideró necesario un amplio periodo de transición a la luz de lo sucedido tras la abolición en las colonias inglesas y francesas. Finalmente, los partidarios de una abolición inmediata fueron los economistas liberales de la Escuela Economista (Félix Bona, Gabriel Rodríguez, Joaquín Sanromá, etc.), que ensalzaron las virtudes del trabajo libre y afirmaron la compatibilidad entre librecambio y abolición; además, analizaron en detalle los casos prácticos de las colonias británicas, el sur de Estados Unidos y Cuba, para mostrar la conveniencia económica de una emancipación inmediata de los esclavos.
Finalmente, la tercera etapa (1870-1886), la del triunfo definitivo de los abolicionistas, se inició con la ley preparatoria de S. Moret. Los argumentos económicos esenciales de los dos bandos ya estaban perfilados desde la etapa anterior y ahora la labor fue sobre todo de difusión. Los esclavistas –como Juan Manuel Manzanedo y Juan Güell– se organizaron para defender sus intereses uniéndolos a los de los proteccionistas y dándoles un marcado color patriótico; asimismo, reclamaron un periodo de transición indefinido como mal menor. Entre los abolicionistas radicales –que aceptaron de mala gana la indemnización a los propietarios de esclavos para acelerar el proceso– brilló especialmente Rafael María Labra, quien reiteró otra vez los argumentos smithianos y volvió a servirse de los ejemplos estadounidense, británico y francés.
Cuando por fin la esclavitud fue abolida en Puerto Rico (1873) y Cuba (1886), culminó un largo y tortuoso proceso en el que los economistas, representantes de la supuesta “ciencia lúgubre”, habían desempeñado un papel destacado. Sus argumentaciones, entretejidas con las razones morales, religiosas, jurídicas y políticas, habían contribuido a derribar definitivamente una abominable institución que llevaba arraigada durante siglos.
Para mayor información:
PERDICES DE BLAS, Luis; RAMOS GOROSTIZA, José Luis. La economía política de la esclavitud: los argumentos económicos del debate abolicionista español del siglo XIX. Scripta Nova. Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales. [En línea]. Barcelona: Universitat de Barcelona, 1 de junio de 2017, vol. XXI, nº 567 [ISSN: 1138- 9788].Disponible en: <http://revistes.ub.edu/index.php/ScriptaNova/article/view/19189>
* Luis Perdices de Blas y José Luis Ramos Gorostiza son, respectivamente, catedrático y profesor titular de Historia del Pensamiento Económico en la Universidad Complutense de Madrid, UCM (España).