Acuerdo de París, modelización y conocimiento de la circulación atmosférica

Jorge Olcina Cantos

Universidad de Alicante

En noviembre de 2016 entra en vigor el Acuerdo de París, un tratado que se firmó hace poco más de un año en la Reunión de las Partes sobre Cambio Climático (ONU), celebrada en esta capital europea. Se abría entonces un camino de esperanza en la lucha contra el cambio climático al conseguirse un acuerdo de mínimos que establecía un objetivo claro: que la temperatura media del planeta no suba por encima de los 2º C en 2100 y, si es posible, que sólo ascienda 1,5º C. El Acuerdo estableció dos condiciones necesarias para su cumplimiento: que fuese firmado por 50 países y que estos representasen, al menos, el 50% de las emisiones de gases de efecto invernadero. Y esto se ha conseguido a comienzos de octubre de 2016. Ha sido clave la ratificación de este Acuerdo por parte de EE.UU y China y, por supuesto, de los países de la Unión Europea y Japón.

A partir de ahora las incertidumbres. ¿Elaborarán los países firmantes planes realistas de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero?, ¿se llevará a cabo un seguimiento y control efectivo de su cumplimiento?, ¿se habrá llegado a tiempo para controlar el forzamiento radiativo que están causando los gases de efecto invernadero en el balance energético de nuestro sistema climático?. Son cuestiones que encontrarán respuesta en los próximos años. Unos años futuros que vendrán marcados por la mejora en la modelización climática. Nos guste o no, la sociedad actual necesita –exige- proyecciones climáticas que permitan planificar las actividades económicas de las próximas décadas. Y esta demanda va a ir en aumento en los años venideros.

La modelización climática parte del conocimiento existente sobre el comportamiento de la dinámica atmosférica y de sus efectos en los elementos climáticos, para elaborar escenarios de futuro en función de parámetros muy diversos que pueden influir en dicho comportamiento: físico-químicos, ambientales, socio-económicos, e incluso culturales y políticos. Un modelo climático no es una predicción meteorológica, como a veces se piensa. Es una aproximación razonada a una realidad climática futura; no es un mapa del tiempo. Y a medida que mejoran las herramientas, los métodos de cálculo y los propios datos que alimentan un modelo, los resultados son más afinados.

Esto es lo que a menudo no se entiende de los modelos climáticos que se contienen en los informes del IPCC (Panel Intergubernamental de Cambio Climático de la ONU). No se trata de cartografías sinópticas estáticas, a modo de un boletín meteorológico. Se representan tendencias atmosféricas y climáticas, con un grado certeza cada vez más elevado, pero no ajeno a incertidumbres. Pero su valor como documento operativo radica, justamente, en la comparación con proyecciones elaboradas con anterioridad. Es así como se van perfeccionando las tendencias que establecen los modelos.

Es el presente y futuro de una disciplina científica, la climatología que, hasta mediados del pasado siglo, no comenzó a conocer cómo funcionaba la circulación atmosférica en plenitud y qué influencia tenían los movimientos de las corrientes en chorro de altitud sobre la dinámica meteorológica en superficie. En los últimos cincuenta años se ha pasado de apenas controlar el conocimiento de los fenómenos atmosféricos más próximos, a disponer de tecnología y métodos de trabajo que han permitido indagar en los procesos más remotos pero tan esenciales para entender el complejo entramado del sistema climático terrestre. De manera que el recorrido conceptual, metodológico e instrumental de la climatología ha sido realmente explosivo en poco tiempo. En el mundo y en España.

En nuestro país, cinco geógrafos resultaron decisivos, con sus aportaciones, para la consolidación de la climatología como disciplina moderna y útil (A. López Gómez, J. García Fernández, A. Gil Olcina, L.M. Albentosa Sánchez y E. Burriel de Orueta). Y luego han venido otros investigadores a prestigiar con sus trabajos esta rama de la geografía (J. Martín Vide, J.M. Raso Nadal, P.L. Clavero Paricio, J.J. Capel Molina, Felipe Fernández García, J. Mª. Cuadrat Prats, Mª Fernanda Pita, Victoria Marzol, J. Quereda Sala, A. Pérez Cueva, entre otros). La Climatología se ha convertido en una rama de la geografía en creciente crecimiento y continua mejora para ofrecer resultados que pueda aprovechar la sociedad actual. Es una disciplina científica, de necesario fundamento físico-matemático, pero cada vez más social. Así lo requiere, además, la realidad actual de un calentamiento térmico planetario derivado de un forzamiento radiativo de causa antrópica.

La continua mejora en el conocimiento del clima terrestre, pasado, presente y futuro, y la transmisión a la sociedad, con rigor y claridad, de los avances que se vayan produciendo, será la mejor contribución que la climatología geográfica puede aportar a la lucha contra el cambio climático, como actitud responsable y ética ante un problema ambiental de enorme repercusión social.

Para mayor información:

BURRIEL DE ORUETA, Eugenio L.; OLCINA CANTOS, Jorge. Un período fundamental para la climatología española: el “descubrimiento” de la circulación atmosférica en altitud, 1950-1980. Scripta Nova. Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales. [En línea]. Barcelona: Universidad de Barcelona, 1 de octubre de 2016, vol. XX, nº 545. <http://www.ub.es/geocrit/sn/sn-545.pdf>. ISSN: 1138-9788.

INTERGOVERNMENTAL PANEL ON CLIMATE CHANGE (IPCC) (2014). Climate change 2014: Synthesis report. En R. K. Pachauri & L. A. Meyer (Eds.), Contribution of working groups I, II and III to the fifth assessment report of the intergovernmental panel on climate change. Geneva, Switzerland. Disponible en: http://www.ipcc.ch/report/ar5/syr/

ACUERDO DE PARÍS (diciembre de 2015). Texto disponible en http://unfccc.int/resource/docs/2015/cop21/spa/l09s.pdf

Jorge Olcina Cantos, Catedrático de Análisis Geográfico Regional. Responsable del Laboratorio de Climatología. Universidad de Alicante.

Los suelos helados en las cumbres de Sierra Nevada (España)

Marc Oliva Franganillo

Las montañas ibéricas han experimentado un aumento de temperatura de 0,8-1ºC desde finales del siglo XIX cuando finalizaba en el continente europeo la fase fría conocida como la Pequeña Edad del Hielo (finales siglos XIV-XIX). Desde entonces, los ecosistemas de la alta montaña peninsular han respondido en consecuencia: retroceso y desaparición de los glaciares, aumento en altura de las especies vegetales, degradación del permafrost, reducción progresiva de neveros permanentes, etc.

El permafrost es el suelo permanentemente congelado y en la Península Ibérica sólo se encuentra en la actualidad en las más altas cumbres de Pirineos, Sierra Nevada y, posiblemente, Picos de Europa.

Figura 1. Cara norte del Picacho del Veleta, Sierra Nevada.
Figura 1. Cara norte del Picacho del Veleta, Sierra Nevada.

El incremento de temperatura en Sierra Nevada se ha cuantificado en 0,93ºC desde finales del siglo XIX. Ello ha comportado la desaparición del glaciar que existía en el Corral del Veleta, así como la migración a mayor altura de los procesos ecológicos y geomorfológicos vinculados al frío. Con el objetivo de determinar la existencia de condiciones de permafrost en las culminaciones de Sierra Nevada, en el año 2000 se realizó una perforación de 114,5 m en la cumbre del Picacho del Veleta, a 3.380 m. Desde entonces miembros del grupo de investigación “Paisatge i paleoambients a la muntanya mediterrània” coordinado desde la Universidad de Barcelona han venido tomando datos de la temperatura del suelo hasta 60 m de profundidad de manera continuada.

Los resultados, inéditos hasta la fecha, han sido recientemente publicados en la prestigiosa revista Science of the Total Environment. Esta investigación enlaza con los anteriores trabajos del Grupo sobre la dinámica ambiental acontecida en Sierra Nevada desde que los hielos ocuparon sus montañas durante la Última Glaciación hasta nuestros días.

Entre 2003 y 2013 la temperatura anual en el Picacho del Veleta aumentó en 0,12ºC, situándose de media en 0,6ºC. Por lo tanto, no existen temperaturas medias del aire negativas en toda la Sierra, a diferencia de lo que acontecía un siglo atrás, y de lo que acontece hoy en montañas de cota parecida como Pirineos o Alpes. No obstante, el incremento de las temperaturas registrado durante esta última década en Sierra Nevada es menor que el aumento registrado en esas otras montañas.

Figura 2. Evolución de las temperaturas del aire en el Picacho del Veleta de 2003-2013.
Figura 2. Evolución de las temperaturas del aire en el Picacho del Veleta de 2003-2013.
Figura 3. Temperaturas media del suelo en el Picacho del Veleta
Figura 3. Temperaturas media del suelo en el Picacho del Veleta

En los picos culminantes de Sierra Nevada no existen temperaturas del suelo negativas durante todo el año (permafrost), con excepción de algunos circos donde había glaciares durante la Pequeña Edad del Hielo (como sucede puntualmente en el Corral del Veleta). En el Picacho del Veleta, las temperaturas a partir de unos 10 m de profundidad se estabilizan en 2ºC. A pesar de que las temperaturas del aire han mostrado un ligero incremento, las del suelo en el Picacho, desde los 2 a 20 m, han mostrado un enfriamiento a partir de 2006-2007. Desde entonces se ha constatado una sucesión de años con más nieve que durante los años anteriores, lo que ha enfriado la roca en profundidad.

Los escenarios climáticos para finales de siglo XXI proyectan un clima más cálido y con menos nieve en Sierra Nevada. Los resultados aquí presentados muestran que en los picos del macizo las temperaturas del aire durante la última década han aumentado por debajo de las proyecciones climáticas. Futuros trabajos deberán dilucidar si la tendencia divergente observada entre las temperaturas del aire y las del suelo en el Picacho del Veleta responde a un patrón puntual o se enmarca dentro de una tendencia de largo alcance.

Para mayor información:

Oliva, M.; Gómez Ortiz, A.; Salvador-Franch, F.; Salvà-Catarineu, M.; Ramos, M.; Palacios, D.; Tanarro, L.; Pereira, P. & Ruiz-Fernández, J. (2016).Inexistence of permafrost at the top of Veleta peak (Sierra Nevada, Spain). Science of the Total Environment, 550: 484-494.

http://www.sciencedirect.com/science/article/pii/S0048969716301498

Marc Oliva Franganillo es Investigador del Instituto de Geografia e Ordenamento do Território y del Centro de Estudos Geográficos de la Universidade de Lisboa.

Las islas de calor urbanas o dónde acaba la ciudad

por Javier Martín-Vide

Las ciudades modifican profundamente el medio físico donde se asientan: Cambian la topografía, al imponer sobre ésta un conjunto de edificaciones, que altera el viento; el suelo natural es sustituido por los materiales de construcción y de pavimentación, impermeables y con propiedades térmicas diferentes; generan calor, debido a los variados procesos de combustión que tienen lugar en ellas (tráfico, alumbrado, calefacciones, etc.); y emiten gases contaminantes y aerosoles, con efectos negativos en la salud. Por todo ello, es conocido que las ciudades cambian el clima del lugar donde se localizan. La modificación más clara del clima por causa urbana es el fenómeno de la isla de calor, ya conocido en el siglo XIX en París y en Londres. Consiste en un calentamiento de los centros de las ciudades con respecto al espacio no urbano próximo en horario nocturno, que puede suponer diferencias de temperatura, en noches calmadas y despejadas, de hasta más de 7-8ºC en ciudades como Madrid y Barcelona. Pero ¿cómo medir estas diferencias, qué lugares de la ciudad y de fuera de ella comparar, cuando las ciudades se extienden sin pausa haciendo casi centrales su propias periferias o dejando su huella en el espacio circundante, sea periurbano, rururbano, etc., o formando conurbaciones?

Foto y composición: Javier Martín-Vide
Foto y composición: Javier Martín-Vide

A pesar de que la isla de calor es un fenómeno de escala local o, a lo sumo, regional, diferente al cambio climático, que tiene una afección global, el interés de su estudio es manifiesto por el simple hecho de que un elevado porcentaje de la población mundial vive en ciudades. Según Naciones Unidas, en 2008 la población urbana alcanzó el 50% de la mundial, y hacia 2050 será el 70%. Es, precisamente, el número de habitantes el factor socioeconómico más influyente en la intensidad de la isla de calor –la citada diferencia térmica entre el centro y el espacio no urbano-, de modo que los estudios sobre numerosas ciudades muestran a lo largo del siglo XX un aumento de la temperatura paralelo a su incremento poblacional.

El procedimiento más común para establecer la intensidad de la isla de calor en una determinada noche es comparar, para un instante determinado, las temperaturas de un punto del centro urbano y otro de fuera de la ciudad que tengan altitudes parecidas y distancias al mar, o a otros volúmenes de agua, similares, es decir, dos puntos térmica y geográficamente comparables. Concretamente, no deberían diferir en más de unos 30 m de altura, ni de unos 800 m de distancia al mar o a grandes lagos y ríos. La elección del punto urbano plantea pocos problemas, siempre ubicado en un lugar central y denso de la urbe, donde las temperaturas mínimas son casi siempre superiores a las del resto de la ciudad. Sin embargo, la búsqueda del punto de contraste no urbano es en muchos casos difícil. Este lugar debe estar próximo a la ciudad, para que comparta el mismo clima, pero, al tiempo, lo suficientemente alejado como para que la influencia urbana apenas sea perceptible. Si nos alejamos muchos kilómetros del centro urbano podemos entrar en una comarca o región con un clima distinto, con lo que la diferencia térmica con la urbe podría deberse no solo a ésta, sino a las condiciones climáticas diferentes. Si el punto no urbano está muy próximo a la ciudad, quedará bajo su influencia, por ejemplo, estará afectado por el contagio de calor que desprende la urbe. Pero, sobre todo, por la modificación del suelo en los espacios periurbanos o, en general, en los alrededores de las ciudades. Éstas se extienden modificando progresivamente el territorio circundante, en diferentes grados, siendo difícil establecer en la mayoría de los casos su verdadera frontera, aun en aquellas ciudades con unos límites físicos abruptos, sean una costa o un gran obstáculo de relieve. Hasta allí llegan los efluvios de la ciudad, en forma de calor o de contaminantes. Ante esta dificultad, el investigador debe elegir en cada caso la solución de compromiso más factible, que, por otra parte, estará condicionada por la disponibilidad de registros meteorológicos. Una elección frecuente del punto no urbano recae en el aeropuerto de la ciudad, no lejos de la misma. Si respeta los requisitos de tener una altitud y una distancia al mar similares a las de la urbe, la abundancia de registros meteorológicos le da ventaja sobre cualquier otro lugar. Naturalmente, los aeropuertos son ámbitos con el suelo modificado o urbanizado en alguna medida, pero, en contrapartida, se trata siempre de espacios abiertos, donde las temperaturas mínimas son apreciablemente más bajas que en la ciudad.

El problema de la elección del punto de referencia no urbano para el establecimiento de la intensidad de las islas de calor no tiene en la mayoría de los casos una solución totalmente satisfactoria, por el propio fenómeno dinámico y penetrante de la urbanización, sin claras fronteras en el espacio. Tendemos a un planeta progresivamente más urbano, donde el calentamiento que suponen las islas de calor se extiende, aumentando su intensidad y su escala de afectación, por lo que cabe esperar que constituya una contribución apreciable al calentamiento global.

Para mayor información:

Martin-Vide, Javier, Sarricolea, Pablo y Moreno-García, Mª Carmen. On the definition of urban heat island intensity: the “rural” reference. Frontiers in Earth Science, 2015, 3:24. doi: 10.3389/feart.2015.00024

Javier Martín-Vide es catedrático de Geografía Física y director del Instituto de investigación del Agua de la Universidad de Barcelona.

Descubriendo la Antártida pasada

El impacto de las variaciones climáticas en los ecosistemas terrestres

M. Oliva

Centro de Estudos Geográficos – IGOT, Universidad de Lisboa, Portugal, oliva_marc@yahoo.com

La Antártida constituye el continente más meridional de la Tierra y el más frío, con un 99,6 por ciento de su superficie cubierta de hielo. Este continente ha constituido un hito para numerosas generaciones de exploradores y científicos deseosos de descubrir sus relieves y recursos naturales, los primeros, y los misterios que esconden sus hielos, tierras y aguas circundantes, los segundos.

Al contrario que en el Ártico, la colonización humana de la Antártida solo se remonta a los últimos siglos. Y es que, como el nombre dice, geográficamente, el Ártico es lo contrario a la Antártida: si bien el primero constituye un océano rodeado de tierras, el segundo es un continente aislado por las frías aguas del océano antártico. Esta localización geográfica dota al continente de unas condiciones climáticas extremas, con temperaturas que han llegado a alcanzar -89,2ºC en la base rusa de Vostok, en el interior de la fría meseta de la Antártida oriental (21-7-1983).

Durante la última década numerosos estudios han focalizado su interés en la Península Antártica, un alargado brazo de tierra que se prolonga más de 1.000 km hacia latitudes septentrionales en dirección al continente americano. En esta área, las condiciones climáticas son menos extremas, con temperaturas anuales que se sitúan entre -2 y -10ºC. Además, en este sector se registran periodos con temperaturas positivas durante el verano austral, lo que facilita la presencia de áreas libres de hielo con fauna y flora abundante y diversa. El que la temperatura ambiental supere los 0ºC permite que numerosos lagos pierdan su cubierta de hielo en el verano austral, permitiendo el desarrollo de algunas especias acuáticas tales como musgos, crustáceos y algún insecto. Los sedimentos de estos lagos constituyen una de las principales fuentes para poder reconstruir ambientalmente los últimos miles de años de esta región.

La Península Antártica es la región de la Tierra que ha experimentado un calentamiento más significativo durante las últimas décadas, con incrementos térmicos de hasta 0.5ºC/década inferidos por Eric Steig y otros investigadores en un artículo de 2009. Este patrón climático está teniendo consecuencias significativas sobre los ecosistemas naturales: retroceso de los glaciares, aparición de nuevas áreas libres de hielo, aumento de la superficie vegetada, cambios en la distribución de las especies animales, variaciones en la extensión del hielo marino, etc. Además del impacto local y regional, estos procesos pueden tener consecuencias a nivel planetario, en especial en lo que al nivel medio del mar se refiere, a las corrientes oceánicas, así como a sus teleconexiones climáticas con otras áreas del planeta.

Los informes climáticos internacionales, como el realizado por el Panel Internacional del Cambio Climático en 2014, apuntan a una intensificación de esta aceleración térmica durante las décadas venideras. No obstante, los científicos aun dudan del signo y alcance de la respuesta de los ecosistemas terrestres ante los futuros escenarios climáticos. Así, el estudio de los cambios climáticos y ambientales presentes en los registros sedimentarios de la Antártida permite examinar si en el pasado ya se han registrado condiciones similares o, si por el contrario, el impacto antrópico en el clima planetario también tiene consecuencias más allá de la variabilidad natural en este continente.

En este contexto se enmarca la investigación amparada por el proyecto HOLOANTAR (Holocene environmental change in the Maritime Antarctic. Interactions between permafrost and the lacustrine environment, www.holoantar.weebly.com), coordinada desde la Universidad de Lisboa y que cuenta con la participación de 16 investigadores de diferentes instituciones internacionales.

Una de las principales áreas de investigación de este proyecto es la Península Byers, que constituye el mayor sector libre de hielo del archipiélago de las Shetland del Sur, en el extremo noroccidental de la Península Antártica. En noviembre de 2012 se realizó una campaña de trabajo de campo para la recolección de las secuencias de sedimentos del fondo de cuatro lagos distribuidos a lo largo de un transecto desde la costa hasta el glaciar de domo Rotch. Los análisis en curso de los sedimentos lacustres han permitido inferir las fases de retroceso glaciar en esta península, así como la existencia de numerosos periodos cálidos y fríos durante los últimos milenios que han condicionado la evolución ambiental en esta área. Los periodos más cálidos debieron de traducirse en una mayor actividad biológica tanto en los lagos como en sus cuencas, mientras que periodos más fríos darían lugar a una mayor intensidad de los procesos criogénicos y movilización de partículas minerales hacia los lagos. El papel que el permafrost jugó en la actividad geomorfológica pasada en la Península Byers debió de estar altamente condicionado por las condiciones climáticas. El monitoreo actual del régimen térmico del suelo está evidenciando el control que ejerce la topografía y, en consecuencia, el manto nival en la presencia de hielo permanente en el suelo. Ello es decisivo para entender las formas y procesos geomorfológicos – de carácter periglaciar – activos hoy en día en esta península, los cuales ofrecen a su vez una referencia para inferir la dinámica pasada.

Estás líneas de trabajo en la Península Byers se complementan con la investigación interdisciplinar que se realiza en áreas adyacentes, como es el caso de la cercana Punta Elefante. Está área libre de hielo de sólo 1.16 km2 ha sufrido un acelerado proceso de deglaciación durante las últimas décadas, al aumentar su superficie libre de hielo un 17 por ciento entre 1956 y 2010. Utilizando como ejemplo el citado sector de Punta Elefante, los investigadores Marc Oliva y Jesús Ruiz Fernández en 2015 han descrito por primera vez en la Antártida la importancia del permafrost y de su degradación durante la fase paraglaciar, como factor clave en el desencadenamiento de movimientos en masa y en la degradación del terreno deglaciado. Esta aproximación al dinamismo geomorfológico actual se ha completado con el análisis de la distribución de la rica flora y fauna existente en este enclave. Este enfoque geoecológico, además, se ha completado con la caracterización de los vestigios arqueológicos mejor conservados de la Antártida Marítima. Los restos de los habitáculos usados por los primeros colonizadores antárticos (foqueros y balleneros), que aprovecharon los afloramientos rocosos litorales para su construcción, muestran un excelente estado de preservación. Los utensilios, vestimentas y restos biológicos de focas y ballenas encontrados en estos sitios permiten reconstruir el estilo de vida de estos individuos. En vista de la suma de valores geoecológicos y arqueológicos concentrados en esta pequeña península, se ha propuesto la designación de este espacio como una área de especial protección antártica (ASPA, en su acrónimo inglés) con el fin de preservar este espacio para las futuras generaciones.

Figura 1. Investigadores del proyecto HOLOANTAR sobre la superficie congelada del lago Chester trabajando para recuperar los sedimentos del fondo del lago (izquierda), testigos sedimentarios extraídos del lago (derecha).

Figura 1. Investigadores del proyecto HOLOANTAR sobre la superficie congelada del lago Chester trabajando para recuperar los sedimentos del fondo del lago (izquierda), testigos sedimentarios extraídos del lago (derecha).

Referencias

Oliva, M. y Ruiz-Fernández, J. (2015). Coupling patterns between paraglacial and permafrost degradation responses in Antarctica. Earth Surface Processes and Landforms, 40 (9): 1227-1238.

Steig, E.J., Ding, Q., White, J.W.C., Kuttel, M., Rupper, S.B., Neumann, T.A., Neff, P.D., Gallant, A.J.E., Mayewski, P.A., Taylor, K.C., Hoffman, G., Dixon, D., Schoenemann, S.W., Markle, B.R., Fudge, T.J., Schneider, D.P., Schauer, A.J., Teel, R.P., Vaughn, B.H., Burgener, L., Williams, J. y Korotkikh, E. (2013). Recent climate and ice-sheet changes in West Antarctica compared with the past 2,000 years. Nature Geoscience, 6: 372-375.