Las plazas mayores mexicanas. Quinientos años de continuidad

Cuando los mexicanos viajamos por nuestro país y visitamos ciudades grandes o medianas, capitales importantes o pequeños pueblos de ámbito rural, no nos es difícil orientarnos. Ni siquiera hace falta ser un paseante preparado por conocimientos y lecturas previas, o un turista bien armado con una guía adecuada. Todos sabemos que lo que debemos hacer es preguntar por la Plaza de Armas, por el Zócalo, el Parque o como se llame a la Plaza Mayor de la localidad, y hacia allá dirigir los pasos. Y cuando hemos estado en ella, hemos entrado en su iglesia, hemos visto las fachadas del palacio municipal o de gobierno y los edificios circundantes, nos hemos sentado en una banca del jardín o nos hemos tomado un refresco en algún café de los portales, ya podemos decir que conocemos tal ciudad o tal o cual pueblo.

Es cierto que en todos los lugares del mundo, desde que se organizaron los primeros centros urbanos, las plazas se convirtieron en elementos principales en el trazado y en la vida de las ciudades. Igual da que hayan sido explanadas de mercado, ágoras para la discusión política, centros ceremoniales y festivos, escenarios para el ornato o simplemente espacios abiertos frente a una arquitectura notable. Desde un principio y hasta ahora, constituyen elementos de vida pública y parte fundamental de los anales de las sociedades; son espejo de la historia de una cultura, de una organización civilizatoria. Pero el caso de las plazas mayores mexicanas, tanto como el de las hispanoamericanas todas, escribe una página extraordinaria y notable de la historia urbana universal, que remite en su origen a las utopías renacentistas que quisieron hacerlas geométricas, armónicas y hermosas, pero que pasa por la realidad descarnada de un pequeño territorio en disputa permanente.

Desde un principio y hasta ahora, constituyen elementos de vida pública y parte fundamental de los anales de las sociedades.

A las plazas mayores mexicanas se las han disputado quienes han querido hacer de ellas la escenografía gubernativa, quienes han querido sacarles provecho económico y quienes se las han adueñado con los trajines de la vida diaria. Desde hace quinientos años las plazas mayores mexicanas han sido el sitio privilegiado para el discurso del poder y el lugar predilecto para la apropiación colectiva del espacio público.

Todas las plazas que se fundaron durante las décadas que siguieron a la conquista española fueron diseñadas para ordenar, a la manera de un núcleo rector, la trama cuadriculada, facilitando el reparto de solares y el control territorial con las calles que salían de ellas tiradas a regla y cordel. Sirvieron para eso, y también para crear en ellas la máxima expresión de las nuevas estructuras sociopolíticas y administrativas impuestas a los habitantes originarios. La iglesia, el cabildo, los edificios de otras instituciones de gobierno, los portales del comercio establecido y las casas de quienes ocupaban el más alto rango en el escalafón social creaban, unos frente a otros, una vista elocuente.

Durante trescientos años, en las plazas mayores el espacio urbano parecía ser de todos y servía para todo. La fuente abastecía de agua al vecindario, el rollo y la picota recordaban las leyes y el castigo, la vendimia arremolinaba a vendedores y compradores y, como en cualquier mercado, buscaban por ahí su suerte los pícaros, maleantes y vagos. La gente entraba y salía de la iglesia por la plaza, y en ella se montaban tinglados para celebrar coronaciones en España, recibir a virreyes, obispos y arzobispos, para festejar a los santos patronos. En la plaza se corrían toros, se gritaban pregones, se anunciaban bandos y se manifestaban contriciones devotas. Aflicción y júbilo, homenaje y penitencia, trabajo y ocio, belleza y suciedad: todo se fundía en el espacio abierto y recogido a la vez de una plaza mayor mexicana, formando en su síntesis el axioma de la vida urbana.

Todo se fundía en el espacio abierto y recogido a la vez de una plaza mayor mexicana, formando en su síntesis el axioma de la vida urbana.

El racionalismo del siglo XVIII y el despotismo monárquico de reyes ilustrados se fue colando durante las postrimerías coloniales queriendo cambiar apariencias y funcionamientos. La afluencia irrestricta, el amontonamiento de puestos y mercancías, la mugre y el desorden se volvieron intolerables para los nuevos administradores del gobierno. Limpiar, despejar, empedrar parecían el objetivo último, aunque el saneamiento y la belleza eran la punta de lanza del avance del poder absoluto de la corona sobre las plazas, que le peleaba fueros a los ayuntamientos y a la iglesia, y disputaba usos consuetudinarios a los habitantes locales. Estatuas, obeliscos o columnas podrían glorificar la figura del monarca en el centro de una plaza impoluta y desembarazada de estorbos y suciedad, y los ejércitos podrían hacer ejercicios en ellas desplegando orden y grandeza.

Únicamente algunos proyectos tuvieron éxito. Pocos. La inercia y las prerrogativas de los hábitos seculares no son fáciles de torcer. Tampoco la gran sacudida revolucionaria de la Independencia alteró radicalmente y de golpe las costumbres inveteradas de la vida de cada día en las plazas. Solamente cuando terminaron las zozobras bélicas e invasoras, con la victoria última en 1867 de los ejércitos republicanos sobre las fuerzas conservadoras y de ocupación extranjera que impusieron como emperador a Maximiliano de Habsburgo, con un reforzado control político, dinero en las arcas públicas y unas oligarquías dispuestas a invertir en una imagen urbana renovada y a la altura de los tiempos de “progreso”, se retomaron los intentos por rehacer las plazas mayores incorporando nuevos paradigmas de ornato, modernidad tecnológica y civilidad ciudadana. Los espacios desembarazados de mercaderías y estorbos se poblarían de flores y árboles, entre los que se dispondrían calzadas que irían a converger en una fuente ornamental, o en un kiosco metálico en el que arraigaría la costumbre de las deleitosas serenatas. En la retórica de una naturaleza acotada, podada y bien combinada se leía un sentido de orden y de refinamiento al que era fuerza rendirse. Las autoridades podrían vigilar mejor la disciplina social, y la estatuaria y los monumentos que se instalaron prolíficamente en las plazas mayores, educaban en la nueva identidad nacional. La urbanidad republicana tuvo su escenografía principal en las antiguas plazas convertidas en jardines civilizados, ajuarados y musicales.

No hay duda de que la transformación fue exitosa y la vocación de las plazas mayores se mantuvo incólume a pesar de la mudanza de ropajes y costumbres. Las plazas mayores siguieron siendo entonces, y lo son hasta hoy, el centro neurálgico, el espejo del poder político y, como escribió Antonio Bonet Correa, el resumen breve de cada pueblo y ciudad. Con jardín la mayoría, y sin jardín algunas en que fue removido bien entrado el siglo XX, las plazas mayores continúan siendo lugar principal para la escenografía del poder, lugar preferido para las fiestas populares, las celebraciones patrióticas; siguen recibiendo como primicias las novedades tecnológicas, siguen albergando el comercio establecido de los portales y de los variopintos puestitos de venta callejera; y a pesar del decoro que las autoridades locales pretendieron para sus nuevos paseos aburguesados en la segunda mitad del siglo XIX, las plazas siguieron convocando por igual a todos como desde tiempos virreinales. Estamos ante una historia de larga duración que manifiesta la vigencia de las plazas mayores de México. Las metamorfosis que las han reeditado desde hace quinientos años han reafirmado casi siempre su centralidad y han apuntalado viejas formas de sociabilidad.

Las plazas mayores siguieron siendo entonces, y lo son hasta hoy, el centro neurálgico, el espejo del poder político y el resumen breve de cada pueblo y ciudad.

Charles Flandrau, un simpático viajero y agudo observador estadounidense que se paseó por el país a principios del novecientos lo dejó claramente anotado: en México, la plaza nunca decepciona. Esperemos que siga siendo así; que la plaza mayor de cada ciudad mexicana continúe ejerciendo el papel del espacio público por antonomasia, y no se convierta simplemente en un área común sujeta a los ímpetus privatizadores que caracterizan a las ciudades globales de la era neoliberal. Que con sensibilidad fundada en el conocimiento histórico, las plazas sigan gobernadas por políticas públicas que las libren de estrategias empresariales tendientes a remodelaciones desatinadas. Que las plazas mayores sigan siendo, como diría Carlos Monsiváis, un almacén de nostalgias.

Para mayor información:

RIBERA CARBÓ, Eulalia (coord.). Las plazas mayores mexicanas. De la plaza colonial a la plaza de la República. México: Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, 2014. (ISBN: 978-607-9294-58-8)

Eulalia Ribera Carbó es profesora e investigadora del Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora en la Ciudad de México.