Por Arón Cohen
La inserción de la minería a gran escala en entornos rurales suele asociarse con tensiones sociales y no pocas veces con graves conflictos. El que ahora vive el valle del Tambo, en la región peruana de Arequipa, es un ejemplo en un continente que los ha conocido de muy diversas intensidades y consecuencias y en condiciones históricas muy distintas, a lo largo de los últimos cinco siglos. Alteraciones bruscas de la relación de las sociedades locales con su medio y competencia exacerbada por los recursos básicos (el agua, la tierra) están en el núcleo de estos antagonismos. Desde los albores del siglo XXI, al calor de trascendentales procesos políticos en varios países, se suscita en América Latina un debate renovado e intenso como en ninguna otra parte del mundo sobre el papel de la minería en el desarrollo.
España destacó durante un buen trecho de los siglos XIX y XX por el auge de la gran minería de exportación. A partir de un cierto momento, capitales foráneos, favorecidos por amplias facilidades fiscales y aduaneras, se hicieron con el dominio de casi todos los principales ramos. Nombres de lugares como Linares, Riotinto y Peñarroya −los dos últimos con prolongada proyección mundial a través de las denominaciones de históricos emporios empresariales− subrayan el protagonismo de la Andalucía minera en este movimiento. De los que fueron sus pilares quedan recuerdos y algunos anuncios recientes de reaperturas. Desde hace cerca de medio siglo, la investigación histórica viene contribuyendo a esta reflexión sobre lo que aportó y dejó de aportar este crecimiento minero al país, y en especial a las regiones más relacionadas con él.
El empleo y la mano de obra son uno de los ejes de la problemática. La minería abrió, en distintas áreas de Andalucía, una de las escasas puertas al alcance de una fracción del campesinado pobre −minoritaria pero, en su apogeo, no desdeñable− para intentar mejorar, siquiera modestamente, sus condiciones materiales de existencia. Las explotaciones mineras dispusieron de la reserva de fuerza de trabajo formada por masas rurales muy ampliamente (aunque no siempre completamente) proletarizadas: campesinos sin tierra o sin la suficiente para su sostén y el de sus familias.
Las transiciones no fueron lineales: las «pasarelas» (de doble dirección) entre el campo y la mina y los estatutos laborales sectorialmente «ambiguos» (jornaleros mixtos o alternantes y mineros que poseían o cultivaban ínfimas parcelas) no fueron excepcionales ni meramente pasajeros. Andalucía conoció realidades diversas a este respecto: según las fechas y las características de cada minería, sus efectivos obreros y las estructuras agro-sociales en los ámbitos de influencia minera.
Los grandes polos extractivos arriba citados llegaron a sumar varias decenas de miles de obreros, entre las décadas finales del siglo XIX y las primeras del XX. La oportunidad de promoción económica no fue igual para todos. Por ejemplo, en el carbón cordobés, explotado por la francesa Peñarroya, uno de cada cinco integrantes de las cohortes de obreros que iniciaron muy jóvenes su andadura en la empresa en el primer decenio del siglo pasado, se mantuvo apenas meses en el empleo, mientras que una proporción similar de ellos completó trayectorias de 30 años o más. Uno de cada tres mineros llegó a picador o entibador (minero de interior plenamente «formado»), no sin que pasaran 7 a 10 o más años hasta lograrlo. Las cohortes siguientes fueron aún más inestables y tuvieron menos probabilidad de promoción. Como en otras partes, el pluriempleo entre minería y agricultura continuó siendo frecuente muchos años después. Lo corroboran las cautelas de la empresa ante el previsible aumento del absentismo de mineros en épocas de cosecha.
El perfil minero-campesino de los trabajadores fue particularmente acusado en comarcas de fuerte minifundismo agrario. En Alquife (Granada), último gran centro de extracción de hierro en España hasta ahora, la mano de obra fue durante mucho tiempo «esencialmente campesina». A ello se refiere el testimonio de un ingeniero francés (Rozière), de 1959:” la estabilidad en el empleo y las facilidades de reclutamiento dependen en cierta medida de la abundancia o pobreza de las cosechas». Una filial de Altos Hornos de Vizcaya y una sociedad tutelada por la multinacional Mokta se repartían entonces la explotación del yacimiento, sucediendo a dos firmas británicas. Los salarios mineros persistentemente bajos se erigen, a la vez, en signo y factor de subempleo campesino: éste encontraba en la mina el sucedáneo de una emigración obligada… y la modestia de las remuneraciones mineras reforzaba el vínculo con la tierra de parte de los trabajadores. Solo después, con la producción concentrada en una gran explotación a cielo abierto, la condición de minero se asimiló a un estatuto ventajoso en este entorno local. Al precio de una drástica reducción de los efectivos empleados (de un millar y medio entre las dos empresas a cinco veces menos en la que quedó al final)… y en un contexto de creciente despoblación de la comarca.
Una complementariedad (y pluriactividad) agro-minera (no exenta de competencia), acompañó, asimismo, a la extracción de minerales de plomo en las montañas del sureste de la Península Ibérica (provincias de Almería, Murcia y, más modestamente, Granada). Minería, durante la mayor parte del siglo XIX, dispersa, sin capitales y técnicamente rudimentaria (igual que su metalurgia), en la que se ocuparon muchos miles de brazos. El relevo de las grandes corporaciones llegó tardíamente y solo a algunos parajes. En la sierra de Lújar (Granada), las cuatro décadas de explotación bajo titularidad de Peñarroya (1951-1989) delimitan una etapa de su historia minera. No todo en ella fue novedad, ni lo fue siempre. El trabajo pobremente remunerado (de unos 300 obreros como máximo) formó bastante tiempo parte de las adaptaciones de la gran empresa al medio social de la zona y a las dificultades planteadas por su geología a la exploración minera. La emigración de los años sesenta evidenció las condiciones de articulación de esta minería con su entorno. Acuciada por la escasez de obreros jóvenes, la dirección de la empresa reconocerá el problema: «Nuestros salarios son demasiado bajos para ser atractivos…» (1970); «no se encuentra [en la región] quien quiera trabajar en la mina» (1973). Toda una pista del «subdesarrollo» que menciona −en una explicación que no es de las más claras− un documento oficial como el Plan Nacional de la Minería (1971). Tal era la realidad estructural que lanzaba a la emigración a numerosos jóvenes. Los magros salarios mineros eran una consecuencia y un mecanismo de subdesarrollo. Una mejora apreciable de las condiciones de trabajo se inició en los últimos años sesenta y se aceleró entrados los setenta. No sin acciones obreras que eran novedosas en la comarca (movilizaciones) y con empleo menguante.
La obrerización, inducida por la minería, de sociedades locales y actitudes colectivas fue más tardía e incompleta en estas formaciones sociales ambiguas.
Para mayor información
COHEN, Arón. Paysans et mineurs. Quelques repères sur la mine comme agent de mutations sociales dans le monde rural andalou (XIXe-XXe siècles). Cahiers de civilisation espagnole contemporaine. 3 de marzo de 2015. 2 (2015). Homenaje al profesor Jacques Maurice. [ISSN: 1957-7761]. <http://ccec.revues.org/5491>
Arón Cohen es Profesor Titular de Geografía Humana de la Universidad de Granada.