por Javier Martín-Vide
Las ciudades modifican profundamente el medio físico donde se asientan: Cambian la topografía, al imponer sobre ésta un conjunto de edificaciones, que altera el viento; el suelo natural es sustituido por los materiales de construcción y de pavimentación, impermeables y con propiedades térmicas diferentes; generan calor, debido a los variados procesos de combustión que tienen lugar en ellas (tráfico, alumbrado, calefacciones, etc.); y emiten gases contaminantes y aerosoles, con efectos negativos en la salud. Por todo ello, es conocido que las ciudades cambian el clima del lugar donde se localizan. La modificación más clara del clima por causa urbana es el fenómeno de la isla de calor, ya conocido en el siglo XIX en París y en Londres. Consiste en un calentamiento de los centros de las ciudades con respecto al espacio no urbano próximo en horario nocturno, que puede suponer diferencias de temperatura, en noches calmadas y despejadas, de hasta más de 7-8ºC en ciudades como Madrid y Barcelona. Pero ¿cómo medir estas diferencias, qué lugares de la ciudad y de fuera de ella comparar, cuando las ciudades se extienden sin pausa haciendo casi centrales su propias periferias o dejando su huella en el espacio circundante, sea periurbano, rururbano, etc., o formando conurbaciones?
A pesar de que la isla de calor es un fenómeno de escala local o, a lo sumo, regional, diferente al cambio climático, que tiene una afección global, el interés de su estudio es manifiesto por el simple hecho de que un elevado porcentaje de la población mundial vive en ciudades. Según Naciones Unidas, en 2008 la población urbana alcanzó el 50% de la mundial, y hacia 2050 será el 70%. Es, precisamente, el número de habitantes el factor socioeconómico más influyente en la intensidad de la isla de calor –la citada diferencia térmica entre el centro y el espacio no urbano-, de modo que los estudios sobre numerosas ciudades muestran a lo largo del siglo XX un aumento de la temperatura paralelo a su incremento poblacional.
El procedimiento más común para establecer la intensidad de la isla de calor en una determinada noche es comparar, para un instante determinado, las temperaturas de un punto del centro urbano y otro de fuera de la ciudad que tengan altitudes parecidas y distancias al mar, o a otros volúmenes de agua, similares, es decir, dos puntos térmica y geográficamente comparables. Concretamente, no deberían diferir en más de unos 30 m de altura, ni de unos 800 m de distancia al mar o a grandes lagos y ríos. La elección del punto urbano plantea pocos problemas, siempre ubicado en un lugar central y denso de la urbe, donde las temperaturas mínimas son casi siempre superiores a las del resto de la ciudad. Sin embargo, la búsqueda del punto de contraste no urbano es en muchos casos difícil. Este lugar debe estar próximo a la ciudad, para que comparta el mismo clima, pero, al tiempo, lo suficientemente alejado como para que la influencia urbana apenas sea perceptible. Si nos alejamos muchos kilómetros del centro urbano podemos entrar en una comarca o región con un clima distinto, con lo que la diferencia térmica con la urbe podría deberse no solo a ésta, sino a las condiciones climáticas diferentes. Si el punto no urbano está muy próximo a la ciudad, quedará bajo su influencia, por ejemplo, estará afectado por el contagio de calor que desprende la urbe. Pero, sobre todo, por la modificación del suelo en los espacios periurbanos o, en general, en los alrededores de las ciudades. Éstas se extienden modificando progresivamente el territorio circundante, en diferentes grados, siendo difícil establecer en la mayoría de los casos su verdadera frontera, aun en aquellas ciudades con unos límites físicos abruptos, sean una costa o un gran obstáculo de relieve. Hasta allí llegan los efluvios de la ciudad, en forma de calor o de contaminantes. Ante esta dificultad, el investigador debe elegir en cada caso la solución de compromiso más factible, que, por otra parte, estará condicionada por la disponibilidad de registros meteorológicos. Una elección frecuente del punto no urbano recae en el aeropuerto de la ciudad, no lejos de la misma. Si respeta los requisitos de tener una altitud y una distancia al mar similares a las de la urbe, la abundancia de registros meteorológicos le da ventaja sobre cualquier otro lugar. Naturalmente, los aeropuertos son ámbitos con el suelo modificado o urbanizado en alguna medida, pero, en contrapartida, se trata siempre de espacios abiertos, donde las temperaturas mínimas son apreciablemente más bajas que en la ciudad.
El problema de la elección del punto de referencia no urbano para el establecimiento de la intensidad de las islas de calor no tiene en la mayoría de los casos una solución totalmente satisfactoria, por el propio fenómeno dinámico y penetrante de la urbanización, sin claras fronteras en el espacio. Tendemos a un planeta progresivamente más urbano, donde el calentamiento que suponen las islas de calor se extiende, aumentando su intensidad y su escala de afectación, por lo que cabe esperar que constituya una contribución apreciable al calentamiento global.
Para mayor información:
Martin-Vide, Javier, Sarricolea, Pablo y Moreno-García, Mª Carmen. On the definition of urban heat island intensity: the “rural” reference. Frontiers in Earth Science, 2015, 3:24. doi: 10.3389/feart.2015.00024
Javier Martín-Vide es catedrático de Geografía Física y director del Instituto de investigación del Agua de la Universidad de Barcelona.