José Remesal Rodríguez*
En un momento en el que continuamente hablamos de reciclar cabe preguntarse por cómo resolvían estos problemas sociedades anteriores a la nuestra.
El reciclado fue una necesidad de las sociedades antiguas en las que la escasez de materias primas obligaba a aprovechar cualquier elemento al que se le pudiese dar una nueva utilidad en el caso de que no se pudiese repararlo. Aún recuerdo a aquellos “latoneros” ambulantes que reparaban cualquier útil fuese metálico o de cerámica y a aquellos “chatarreros” que recogían cualquier resto metálico que pudiese generarse en cualquier casa. Con los restos de la alimentación humana se alimentaban los animales domésticos y los excrementos de éstos se usaban como abono de los campos.
Sin duda, la materia prima más barata y moldeable era la arcilla, según la Biblia, hasta Dios hizo al hombre de barro.
Con arcilla se construyeron, hasta nuestros días, los contenedores de multitud de alimentos, desde grandes tinajas a pequeños potes. Dos tipos de vasos usaron los romanos para conservar y transportar alimentos: el dolium (tinaja) destinado a contener los productos en el lugar de producción o en el de almacenaje y el anfora destinada a transportar a distancia dichos productos.
En ánforas se transportaron, sobre todo, productos líquidos, vino y aceite de oliva y semilíquidos, salmueras y conservas de pescado, fruta o carne. A lo largo del imperio romano, que ocupaba el espacio de la actual Comunidad Europea, más el próximo oriente asiático y el norte de África, se produjeron millones de ánforas que viajaron de un extremo a otro de dicho territorio, conteniendo los más variados productos. El estudio de estas ánforas constituye, hoy día, la base fundamental para estudiar el comercio en época romana.
¿Qué se hizo de estos millones de ánforas? Siempre fueron reutilizadas. La reutilización más frecuente fue romperlas, para, mezcladas con cal y arena, hacer el famoso cemento hidráulico romano, algo equivalente a nuestro cemento mezclado con gravas. Fragmentos de ánforas fueron utilizadas para construir muros, para allanar caminos, a veces fueron cuidadosamente recortados para hacer tapaderas de otros vasos, se usaron también para escribir sobre ellos, en fin, para cualquier uso imaginable en el que un fragmento de cerámica pudiese ser utilizado, incluido el uso como proyectil.
Otras muchas fueron reutilizadas para contener otros productos en las casas dónde se consumieron los productos originalmente contenidos, a veces eran cuidadosamente recortadas para adaptarlas a estos nuevos usos. Muchísimas fueron utilizadas para sanear los terrenos excesivamente húmedos, depositadas en zanjas de drenaje. Otras veces se usaron bajo los suelos de las casas para crear una capa de aislamiento. Muchas fueron utilizadas en las bóvedas de grandes edificios, así el espacio vació que creaban ayudaba a aligerar el peso de dichas bóvedas y creaban también una cámara de aire que aislaba del calor exterior.
Sin embargo, en la ciudad de Roma, se ha conservado un curioso vertedero de ánforas. Se trata del llamado Monte Testaccio. La palabra latina testa, de la que deriva el nombre, significa fragmento de cerámica. Un monte formado exclusivamente por restos cerámicos, sin tierra. Una colina artificial que, hoy día, conserva un perímetro de casi un kilómetro y una altura de 45 metros, en el que los estudios modernos calculan que aún se conservan los restos de más de 25 millones de ánforas. Tenemos multitud de documentos que testifican que, a lo largo de los siglos, se han extraído de aquí fragmentos para los más variado usos constructivos, tantos que, en 1742, el ayuntamiento de Roma prohibió, bajo pena de 50 escudos de oro, el extraer fragmentos del monte. Tenemos que considerar que en la antigüedad tuvo un mayor tamaño y que podemos definirlo como “la octava colina de Roma”.
Muchas teorías se desarrollaron para explicar la existencia de este monte. La más interesante de ellas, la que consideraba que el monte se había formado con los restos de las ánforas, en las que llegaron a Roma los tributos en natura pagados por las provincias del Imperio Romano. Algo de razón tenía esta propuesta: el monte está formado por los restos de las ánforas que llegaron a Roma, durante 250 años, conteniendo aceite de oliva. De éstas más del 80 por ciento proceden de la Bética, la actual Andalucía. El resto, mayoritariamente, del norte de África, de Túnez y Libia. En muy escasa proporción de las provincias orientales, en particular de Creta.
El estado Romano controlaba el acarreo del trigo y el aceite de oliva, dos productos básicos de la dieta mediterránea, asegurando que en Roma no hubiese carestía y que sus precios se mantuviesen bajos. Así pues, el estado se vio obligado a deshacerse de los cientos de miles de ánforas que, conteniendo aceite, llegaron anualmente a Roma. Esta es la explicación del origen del Testaccio, situado cerca de los grandes almacenes de la zona portuaria de la antigua Roma.
Los romanos imprimían sobre las ánforas, antes de que barro fuese cocido, unas marcas, que llamamos “sellos”. Marcas tan duraderas como la arcilla misma, al igual que las marcas que existen sobre nuestras botellas de vidrio. Marcas referidas al ámbito de la producción de vaso. Nosotros añadimos unas etiquetas de papel, para explicar otras noticias referidas al producto, los romanos escribían directamente sobre la cerámica. ¿Qué anotaban? El peso del vaso vacío, la tara (alrededor de 30 kilos pesaban las ánforas béticas). El nombre de la persona o personas que comerciaban con ellas. El peso del producto contenido (alrededor de 70 kilos de aceite). Estas tres inscripciones se anotaban una bajo la otra, en la parte superior del ánfora, mediante un pincel plano. A la derecha de estas tres inscripciones, junto al asa, se escribía mediante un cálamo de punta dura, un control aduanero y fiscal en el que se hacía constar: el distrito fiscal desde el que se expedía en ánfora, en nuestro caso los distritos de Corduba (Córdoba) Hispalis (Sevilla) y Astigis (Écija), se confirmaba el peso del contenido; se indicaba el nombre de los personajes que intervenían en dicho control y la fecha, el año, de expedición del ánfora; a veces también el lugar exacto del embarque en el valle del Guadalquivir.
El problema fundamental de la investigación sobre el mundo antiguo es la falta de datos. El Testaccio, gracias a las excavaciones que realizó H. Dressel a finales del siglo XIX y a las que, desde 1989, realiza un equipo español de la Universidad de Barcelona, bajo el patrocinio de la Real Academia de la Historia, financiadas por los Ministerios de Investigación y Cultura, ha aportado miles de datos, que permiten crear series de datos. Según la documentación actual, entre 145 y 257 d.C.
Disponemos pues de los nombres de gran cantidad de personajes y familias que se dedicaron al comercio del aceite bético, asimismo conocemos multitud de personajes que intervinieron en el control del aceite, los controles fiscales fueron variando a lo largo del tiempo, por lo que conocemos la evolución de la administración romana. Conocemos, además, gracias a las investigaciones realizadas en Andalucía, el lugar preciso de producción de muchos de los “sellos”. Así, cuando vinculamos la información de los “sellos” a las “etiquetas” que se escribieron sobre el ánfora, podemos reconstruir, de un modo bastante preciso, la historia del comercio del aceite bético durante el Imperio Romano. El Testaccio, un vertedero para los romanos, se ha convertido, para nosotros, en el mejor archivo para conocer la evolución económica del Imperio Romano.
José Remesal Rodríguez, Catedrático de Historia Antigua, Universidad de Barcelona. Miembro de la Real Academia de la Historia. Codirector del proyecto Testaccio.