Antonio Buj Buj*
Es posible pensar en un planeta Tierra sin plagas ni epidemias. Un mundo en el que los microorganismos no maten anualmente a millones de personas, o en el que las plagas agrícolas no se coman las cosechas de los campesinos. Es posible pensar en ello, pero no es factible. Una bacteria llamada Deinococcus radiodurans puede vivir en medio de una radiación tan intensa que el cristal de un vaso de pyrex que la contenga se cuece hasta llegar a un estado descolorido y frágil, según relata Edward O. Wilson en El futuro de la vida (Barcelona, 2002). Las cucarachas llevan en el planeta Tierra alrededor de 300 millones de años: el Homo sapiens, solo decenas de miles de años. El Deinococcus o las cucarachas son dos simples ejemplos que relativizan el papel de la humanidad en el planeta y muestran las profundas interdependencias de todos los seres vivos. Debemos admitirlo de manera irremediable: los seres humanos somos simplemente una hebra de la trama de la vida, según soberbia expresión de Fritjof Capra.
Hay que pensar en el control, no en la erradicación de las plagas.
No es posible un mundo sin epidemias ni plagas. No es posible esa magnífica utopía. La causa hay que buscarla en los centenares de enfermedades transmisibles provocadas por bacterias, virus y otros agentes patógenos, o en las no menos numerosas plagas agrícolas. De las epidemias, únicamente la viruela ha sido oficialmente erradicada. En los últimos ciento cincuenta años el progreso científico en el campo de la epidemiología ha sido fenomenal, pero ahora hay que añadir a aquéllas las enfermedades emergentes y reemergentes o la aparición de microorganismos resistentes a los fármacos. En el terreno de las plagas agrícolas, el progreso científico también ha sido extraordinario, pero debemos ser cautos. Más que erradicar una plaga, la humanidad debe pensar en su control. El hombre modifica el medio natural, y sus prácticas, como la deforestación, determinados sistemas de irrigación, la sobreexplotación de los pastos, la introducción de nuevas variedades de cultivo, o el uso masivo de insecticidas, favorecen la desaparición de especies animales esenciales para los ciclos agrícolas –pensemos en las abejas–, o la pululación de insectos dañinos como la langosta.
La langosta, probablemente la plaga agrícola más antigua y más importante del planeta, nos trae dos noticias: una buena y otra mala. La buena es que después de miles de años de devastaciones provocadas por este temible insecto, desde los tiempos bíblicos, la ciencia ha conseguido entender el mecanismo de su aparición, desarrollo y posible control. La mala es que se siguen produciendo plagas de langosta, llevando la desolación a campesinos de todos los continentes. Las más recientes han tenido lugar en el sur de Rusia, en agosto de 2015, y en Argentina, en los inicios de este 2016.
La langosta pertenece a la familia Acrididae, que incluye a unas 5.000 especies, de las cuales varios centenares generan daños en las plantas, y una veintena causa auténticas devastaciones. Cada especie de langosta es diferente, pero tienen algunas cosas en común: cambian de forma, de tamaño, de color y de comportamiento según las circunstancias ecológicas. Conocer estos cambios es fundamental para combatirlas. Algunos enjambres pueden llegar a tener decenas de millones de ejemplares. En todos los continentes hay plagas de langosta, aunque no todas son igual de dañinas; algunas son más voraces que otras, de mayor tamaño y se reproducen más rápidamente.
El pensamiento mágico-religioso sobre las plagas, también el de la langosta, empezó a superarse con la llegada de la ciencia de laboratorio a finales del siglo XIX, momento en el que se pusieron en marcha programas de investigación contra las enfermedades epidémicas y programas de lucha contra las plagas agrícolas. En el caso de la langosta, el mérito hay que atribuirlo al entomólogo ruso Boris Petrovich Uvarov, que construyó la llamada “teoría de las fases” y descubrió los mecanismos de aparición de las plagas de langosta. En España y en los países ricos las langostas están bajo control al precio de llevar a cabo unas adecuadas políticas preventivas. Hasta aquí las noticias buenas.
La mala noticia es que hoy sigue habiendo y, en el futuro, van a seguir produciéndose plagas de langosta. Debemos aspirar a controlarlas, pero en ningún caso podemos pensar que se pueden erradicar. Lo que sirve para la langosta también sirve para los otros riesgos biológicos. Como ya se decía en la España del siglo XVIII, la mejor manera de combatir las fiebres palúdicas era una buena olla. Con las langostas podemos llegar a las mismas conclusiones. El mejor combate contra la langosta es la lucha contra la pobreza, lo que ayudará enormemente a su control.
Los mejores aliados de la langosta son la pobreza y la guerra.
Las langostas más dañinas, de manera especial la Schistocerca gregaria Forsk., están en África y en el sudeste asiático, las zonas políticamente más conflictivas hoy de nuestro mundo. La langosta se convierte en calamitosa en aquellas regiones que no disponen de los suficientes medios científico-técnicos, materiales y humanos, además de una adecuada coordinación internacional para su combate. La pobreza, las guerras, el desorden institucional o la dependencia del exterior, son los mejores aliados de las plagas. Estas se comen los alimentos y obligan a los campesinos pobres a emigrar a las ciudades de sus países o a otras regiones más ricas como Europa. Algunas de esas migraciones campesinas, está documentado, han tenido que ver con plagas de langosta.
Los expertos están dejando de usar la expresión “desastres naturales”, aplicado a los riesgos biológicos y a los geofísicos, pues transmite la idea equivocada de que las calamidades que ocurren como consecuencia de peligros (del griego kyndinos) que existen en la naturaleza son totalmente “naturales” y, por tanto, inevitables, y están fuera del control de los seres humanos. Desde hace tiempo estamos asistiendo a la revisión de aquel paradigma, relacionado con estudios singulares y aislados, para pasar a configurar una nueva área del conocimiento que asocia riesgos medioambientales con asimetría social. Cada vez más se reconoce que las calamidades naturales son consecuencia de la forma en que las sociedades reaccionan ante las amenazas que se originan en los peligros de la naturaleza. Los riesgos y las posibilidades de que se produzcan vienen determinados en gran medida por los niveles de vulnerabilidad y las medidas de preparación, prevención y mitigación que se adopten, tal como señala el maestro de la geografía de los riesgos Francisco Calvo García-Tornel en Enfrentados a un destino adverso. De las calamidades naturales hacia las ciencias cindínicas (Meubook, 2014). Esto vale de manera especial para las plagas de langosta.
Para mayor información:
BUJ BUJ Antonio. Plagas de langosta. De la plaga bíblica a la ciencia de la acridología. Barcelona: Ediciones del Serbal, 2016. 164 p.
Antonio Buj Buj es Catedrático de enseñanza secundaria y Doctor en Geografía Humana por la Universidad de Barcelona.