Ronald Syme y la historia de Roma

Ronald Syme (1903-1989) nació casi a comienzos del siglo XX en Nueva Zelanda. Fue un joven brillante y aplicado que consiguió con poco más de veinte años una beca para estudiar Lenguas Clásicas e Historia Antigua en la universidad de Oxford. Se convirtió así en un “provincial” en el corazón de Gran Bretaña.

Tras terminar sus estudios y obtener distintos premios de carácter literario por sus excelentes traducciones, se convirtió en profesor de Oxford, universidad inglesa a la que permanecerá ligado el resto de su vida. Investigador y auténtico sabio, fue reservado, cáustico, cosmopolita y un viajero impenitente.

Syme fue testigo de los dos sucesos bélicos más importantes del pasado siglo, participando de manera activa en el segundo de ellos. Estuvo a punto de ver también la caída del “telón de acero” que se cernía sobre los regímenes comunistas del Este europeo.

A lo largo de 1928 y 1929, la bibliografía de Syme atendió fundamentalmente a temas de historia militar. Entre 1930 y 1933, continuó sus investigaciones sobre el reinado del emperador Domiciano. En los años 1932 y 1933, la mayor parte de los estudios que publicó versaron sobre distintos aspectos de historia militar, en los que Syme era en ese momento un especialista muy reconocido.

El año 1934 es determinante en la carrera de Ronald Syme. Con el inicio de su proyecto de composición del libro titulado The Provincial at Rome se perfila claramente y por vez primera el que sería el hilo conductor de su devenir como historiador: la historia política y la de los miembros de las élites gobernantes.

Será en 1937 y 1938 cuando Syme publicó una serie de artículos que pueden considerarse trabajos preparatorios para The Roman Revolution, libro que comenzó a escribir en el verano de 1936. El final de nuestro recorrido se sitúa en 1939, el año de publicación de su monografía más famosa, que había terminado de escribir un año antes.

La concepción que Ronald Syme poseía de la Historia de Roma se definía en el que quizá sea el pasaje más citado de La Revolución Romana, su libro más conocido: “In all ages, whatever the form and name of government, be it monarchy, republic or democracy, an oligarchy lurks behind the façade” (RR,7). Con mínimas variantes de matiz, esta frase vertebró toda su producción investigadora durante más de sesenta años, prácticamente desde 1934 hasta su muerte acaecida en 1989.

La historia de Roma como modelo narrativo fue llevado al culmen de la perfección por Ronald Syme. Un historiador en la más pura tradición de la “narrative history”, en la estela de nombres tan excelsos como los de E. Gibbon, o Th. Macaulay.

Es cierto que alguna de las afirmaciones reflejadas en La Revolución Romana precisan de una revisión, cosa que se viene haciendo en los últimos años. La imagen y el juicio histórico de Syme sobre Augusto y, en concreto, sobre su tránsito de Dux a Princeps, necesita una concienzuda matización. Pero debemos a Syme un clásico y por eso los especialistas de la Antigüedad romana tenemos una enorme deuda contraída con él.

El legado investigador e historiográfico dejado por Ronald Syme es inmenso. Y ha perdurado en el tiempo. La presencia del hombre, su huella, ingenio, elegancia y precisión pueden sentirse en la mayor parte de sus escritos. Pero lo que se perdió con la muerte de Syme fue una pasión precisa y profunda por la Historia de Roma, que raramente se había producido antes y que difícilmente volverá a acontecer otra vez de una forma tan extensa y torrencial. Una pasión que inspiró e impulsó el trabajo y los gustos de toda una generación de historiadores.

Syme animó a todos los que le conocieron, estudiantes y especialistas por igual, jóvenes y maduros, a trabajar con el más alto nivel de excelencia posible y siempre de una manera autónoma. El profesor neozelandés prefería hacer comentarios positivos antes que negativos ante un determinado libro o artículo.

En Syme confluían una brillante inteligencia, una memoria de precisión legendaria, su especial sensibilidad para el lenguaje que, puesto por escrito, denotaba un estilo único y el enorme poso dejado por las incontables lecturas que había realizado a lo largo de su vida, lecturas que abarcaban los temas más diversos ya que su afán de curiosidad era insaciable.

Mantuvo casi hasta el final, cuando la grave enfermedad que padecía empezó a hacer mella en él, una apariencia atildada y vigorosa. Como bien recordaba Glen Bowersock, uno de sus discípulos más eminentes, su “generosity of spirit, which could move so many on several continents, will be sorely missed. It is rare enough in academic life, but rarer still among those who have achieved so much themselves”.

Gustavo A. García Vivas