El historiador Eric L. Jones escribió en El milagro europeo (1990, edición española) que ya desde el siglo XVIII, la oferta de más y mejores bienes públicos se convirtió en una característica casi determinante de los gobiernos europeos. Los más significativos fueron las acciones que entran dentro de la categoría del control de las catástrofes. Entre éstas se incluían la imposición de cuarentenas para frenar la difusión de enfermedades epidémicas entre los seres humanos, el establecimiento de cordones sanitarios para impedir los desplazamientos del ganado infectado, el pago de compensaciones a los granjeros por el sacrificio de rebaños infectados y la aparición de medidas de redistribución de los excedentes de cereal hacia los distritos en donde los elevados precios amenazaban con producir hambrunas. La tesis central del trabajo de Jones es que Europa contó, en contraposición a Asia, con un entorno natural más favorable pero sobre todo con un alto grado de seguridad, de orden y de servicios, es decir de lo que podemos entender por Estado. Esa institución se convirtió en condición si no suficiente sí necesaria para el cambio estructural y el crecimiento tecnológico y el de las rentas. El cercenamiento de los poderes arbitrarios fue otro de los logros europeos que ayudó a aquel propósito.
Las calamidades naturales han golpeado de manera recurrente a todas las sociedades. Lo sabemos por el conocimiento histórico-geográfico. Tenemos diccionarios recopilatorios que nos dan cuenta de las muchas calamidades que la naturaleza ofrece a la humanidad, ya sean plagas, terremotos, volcanes, tsunamis, huracanes, y un largo etcétera. También tenemos la certeza que van a continuar golpeando. Un ejemplo nos puede servir para enfatizar esto último. De los casi un millar de enfermedades transmisibles que pueden afectar a la humanidad, sin contar con las llamadas patologías emergentes, sólo una, la viruela, se ha dado por erradicada. Del resto nos conformamos con intentar controlarlas, sabiendo que se han conseguido minimizar sus daños, aunque no siempre, en las sociedades más desarrolladas. Éstas han combinado ciencia con crecimiento económico y políticas de equidad social. Sin la existencia de los llamados estados del bienestar de la segunda mitad del siglo XX difícilmente se habría tenido semejante éxito, expresado bastante bien en el llamado índice de desarrollo humano, y aumentado las expectativas en las sociedades menos desarrolladas. Esas ideas nos permiten dar paso al llamado concepto de vulnerabilidad cuando se habla de sociedades y territorios en riesgo.
“Por vulnerabilidad se debe entender la expresión del desajuste entre la estructura social y el medio físico, construido y natural que nos rodea”.
Atendiendo a esta definición podremos analizar buena parte de los casos que se nos presentan como catástrofes naturales. El caso más reciente es el del huracán Haiyan, con efectos calamitosos en Filipinas. Veamos los hechos. En la madrugada del 8 de noviembre de 2013, hora española, entraba en territorio filipino el huracán, también llamado tifón o baguio, que alcanzó en algún momento ráfagas de viento de más de 350 kilómetros por hora. Las primeras crónicas hablaban de árboles arrancados de cuajo, tejados de casas volando, pueblos inundados, y algunos muertos. Las zonas más afectadas eran las islas de Samar, Leyte, Panay y Cebú. Esta última isla se estaba recuperando de otra gran tormenta ocurrida en 2011 y de un terremoto reciente de escala 7,2 que había matado a cientos de personas y desplazado de sus casas a cientos de miles de personas.
La magnitud de la catástrofe empezó a cuantificarse con más precisión conforme pasaban las horas. En parte, gracias a las nuevas tecnologías que permiten seguir los acontecimientos casi a tiempo real. La ciudad de Tacloban, con más de 200.000 habitantes, había sido arrasada. Otras poblaciones cercanas de las zonas costeras también habían sido golpeadas con virulencia. En cuarenta y ocho horas ya se hablaba de unas 10.000 personas muertas y más de medio millón de desplazados. Los días posteriores confirmaron la gravedad del tifón. Las infraestructuras de una amplia región habían quedado dañadas, en algunas zonas con el 80 por ciento de las mismas seriamente afectadas. El Haiyan había sido un tifón de categoría 5 en la escala de Saffir-Simpson, la más alta de las posibles.
“Además de los tifones, otras plagas afectan desde hace tiempo a Filipinas: corrupción política, clientelismo, y pobreza generalizada”.
En paralelo a las imágenes dantescas que se nos ofrecían nos enterábamos que las zonas afectadas por el huracán están en una de las regiones más pobres de Filipinas, un país con una economía en alza pero con una renta per cápita de unos 4.500 dólares, en el puesto 165 de los estados del mundo. Además de los tifones, otras plagas afectan desde hace tiempo a ese país: corrupción política y clientelismo, sin duda herederos de los más de veinte años de dictadura de la familia Marcos, y pobreza generalizada, que afecta a un tercio de la población. Esto último se traduce en que muchas viviendas sean de autoconstrucción, de bambú, palmera u otros materiales frágiles, poco apropiados para refugiarse de los tifones. De este modo, lo hemos podido ver en imágenes, se comprende la gran vulnerabilidad de una buena parte de la sociedad filipina frente a los huracanes. Por otro lado, Filipinas tiene hoy una población de unos cien millones de habitantes; en la década de 1920 la población sobrepasaba en poco los diez millones de personas. Otro desajuste entre un medio físico que genera de manera recurrente riesgos naturales, especialmente tifones y terremotos, y unas estructuras sociales poco equitativas.
La última década del siglo XX fue declarada por Naciones Unidas como Decenio Internacional para la Reducción de los Desastres Naturales. La declaración tuvo como objetivo promover investigaciones y acciones internacionales para reducir las pérdidas de vidas humanas, los daños materiales y los costes económicos y sociales que se producen como consecuencia de las calamidades naturales. Entre las mismas se incluyeron los terremotos, las inundaciones, los tifones, las sequías, las erupciones volcánicas y las plagas de langosta. Atenuar sus daños es fundamental para favorecer la prosperidad social, pero al mismo tiempo ésta es la mejor arma para luchar contra los riesgos naturales. De la aparición donde no las hay y de la mejora y fortalecimiento de estructuras estatales que defiendan los intereses generales depende la suerte de los más débiles. También la de las desesperadas víctimas del baguio Haiyan.
Para mayor información:
BUJ BUJ, Antonio: Los desastres naturales y la Geografía contemporánea, Estudios Geográficos, octubre-diciembre 1997, LVIII, 229, 545-564.
Antonio Buj Buj es Catedrático de Enseñanza Secundaria y Doctor en Geografía Humana por la Universidad de Barcelona.
Palabras clave: Haiyan, Filipinas, Leyte, catástrofe natural, huracán, tifón, baguio, vulnerabilidad