Víctor Fernández Salinas*
He estado hace algunas semanas en Fuentepiña y, como cada vez que vuelvo a Moguer, vuelven a mí mis veinte años, cuando me desplacé con María desde Asturias, donde entonces vivía, para leer allí Platero y yo. De aquellos días guardo muchos recuerdos: el recorrido desde la estación de San Juan del Puerto; el pueblo a rebosar durante el último día de sus fiestas o la casa en la que nos refugiamos de la antigua calle de la Aceña, donde también vivió Juan Ramón, y en cuyo patio se apilaban tantos melones que todas las estancias tenían un olor dulzón de final de verano. Qué sosiego los días siguientes, con el pueblo blanco ya tranquilo, con los paseos por sus alrededores polvorientos y las noches blandas en aquel pub en el que un simpático camarero nos ponía música de Chico Boarque de Holanda, Tom Jobim y Miucha. Resulta paradójico, pero las vueltas a la casa, con la bossa nova de fondo en aquel Moguer dormido, nos hacían entrar en una comunión perfecta con los espíritus de Juan Ramón y de Zenobia, no más cerca de nosotros cuando los visitamos en el cementerio. Al marcharnos del pueblo nos fuimos desconcertados, sobre todo por tener abiertas, como heridas, todas las contradicciones de la juventud temprana.
Cinco años después, ya viviendo en Sevilla, volví a Moguer y el pueblo era otro. Disparado en la carrera hacia el fresón, ya nada era igual. En cada visita veía cómo cambiaban sus calles y plazas, cómo se desbordaba por todos lados y cómo la nueva agricultura, potente y ostentosa, significaba con nuevas formas y símbolos todos sus paisajes interiores y exteriores. La sencilla traza de su arquitectura tradicional se adornaba con pretenciosas balaustradas y las viñas y campos de labor se trocaban en sucesión de invernaderos.
Hasta 2005 no conocí Fuentepiña, el huerto familiar tantas veces citado en Platero y en el que está su tumba de ficción. Diego Ropero, el archivero de Moguer, nos guió a Rocío, mi colega y amiga, y a todos nuestros alumnos hasta aquel lugar mágico, adonde llegamos después de recorrer caminos arenosos y pinares. Casi escondida, aparecía la pequeña casa con su porche de cuatro arcos frontales, el pino grande y Moguer al fondo, con esa torre que, como es bien sabido, de cerca parece la Giralda vista de lejos. El pueblo había cambiado, pero Juan Ramón y Platero seguían allí.
Después he vuelto varias veces, pero, tras algunos años sin acercarme, he regresado a Fuentepiña con Armando para hacerle nuestro homenaje íntimo a los cien años de la publicación de Platero y yo. Qué descorazonador el acceso a través de polígonos industriales, de bosques de eucaliptos y de un centro de turismo rural autista. La pequeña casa, cegada su puerta con un muro de ladrillo y abiertas las ventanas en signo de desamparo, estaba rodeada y ahogada por el abandono más absoluto. Varios tinglados en ruinas, restos de plásticos industriales y, sobre todo, al asomarnos para rescatar la mirada hacia Moguer que tantas veces había disfrutado Juan Ramón, el terrible impacto de los invernaderos a menos de cien metros de la casa. El cartelón que en su día mostró un mapa de “Monumentos rurales”, ya sin el mapa, era un verdadero símbolo en sí mismo a la desidia. ¿Cómo Andalucía, que ha dado sobradas pruebas de sensibilidad, puede ignorar así la memoria de quién tanto sintió y tan bien describió esta tierra? Florencio Zoido (GeocritiQ, 30 de diciembre de 2014) señala que Juan Ramón es un precursor del Convenio Europeo del Paisaje y antecedente preclaro de la defensa de los valores del entorno. En medio de todo aquello, nos preguntamos qué habría sentido la persona que había dejado unas flores blancas de papel bajo el pino grande, la literaria tumba de Platero: el único signo de reconocimiento en medio de aquella desolación. En 2014 ha habido muchos homenajes al burrito y a Juan Ramón, pero no parece que nadie se haya interesado por los paisajes reales de Platero, salvo esta persona anónima, romántica y nada mediática, que llevó flores a una tumba donde nunca se enterró ningún burro.
Nos fuimos de Fuentepiña dejando el paraje solitario al atardecer y debatimos sobre qué había que hacer con aquello. Sin acertar con una propuesta concreta, odiamos las tematizaciones del patrimonio y del paisaje, sí convenimos en que si Juan Ramón levantase la cabeza reclamaría un lugar mejor para el descanso literario de Platero:
“Esta tarde he ido con los niños a visitar la sepultura de Platero, que está en el huerto de la Piña, al pie del pino redondo y paternal. En torno, abril había adornado la tierra húmeda de grandes lirios amarillos. […]
-¡Platero, amigo! –le dije yo a la tierra-: si, como pienso, estás ahora en un prado del cielo, y llevas sobre tu lomo peludo a los ángeles adolescentes, ¿me habrás, quizás, olvidado? Platero, dime: ¿te acuerdas aún de mí?”
Yo no lo sé Juan Ramón, pero aun en el abandono de los lugares en los que tú idealizaste un pueblo hasta alcanzar su reconocimiento universal, Platero y tú seguís siempre vivos entre muchos de nosotros, que más cercanos a los lugares de tus correrías que a los foros de celebraciones oficiales, permanecemos fieles a la luz de tu palabra y a la memoria feliz de tu burrito.
Para mayor información:
ZOIDO NARANJO, Florencio. Juan Ramón Jiménez figura intelectual señera para la protección y gestión de los paisajes. El paisaje en Platero y yo. GeocritiQ. 30 de diciembre de 2014, nº 108. [ISSN: 2385–5096]. <http://www.geocritiq.com/2014/12/juan-ramon-jimenez-figura-intelectual-senera-para-la-proteccion-y-gestion-de-los-paisajes-el-paisaje-en-platero-y-yo/>
* Víctor Fernández Salinas es profesor del Departamento de Geografía Humana de la Universidad de Sevilla